Yo newyorkeo, tú newyorkeas: la revista New Yorker y su herencia caótica

Dice la periodista mexicana Alma Guillermoprieto que todo periodista latinoamericano creció con una New Yorker en la almohada; todos soñando escribir en la revista cultural más importante del mundo.

Yo no me atrevo a afirmar tal cosa. En México revistas como Proceso o Contenido formaron lectores de temas políticos y a futuros periodistas. En el caso de mi generación Switch, Rolling Stone, Gatopardo, Día Siete y La Mosca en la Pared son tan responsables de nuestros desvaríos y desbarajustes periodísticos como la televisión y las redes sociales (sobre todo Twitter y Tumblr). En mi caso, la Selecciones del Reader’s Digest es responsable de que me aventara composiciones escolares con joyitas lingüísticas como “cremallera” y “antediluviano” (una nerd de la sección Enriquece su vocabulario).

Pero la New Yorker. Ay, la New Yorker. Su herencia es desigual y caótica tanto en el periodismo estadounidense como en el nuestro. Un amigo que estudió periodismo en Columbia entró a las oficinas de Condé Nast —la legendaria empresa que publica a Vogue y la New Yorker, por hablar de dos de sus medios de enorme influencia en el ecosistema revistatísco antológico, posmoderno, deliciosamente burgués y ontológico; las revistas que lees para saber quién tiene alguna relevancia en el mundo pop. La mera crema de coco del periodismo “suave” de Estados Unidos.

Mi amigo, con la idea de hacer una internship, entró a la redacción de New Yorker. “Vi dónde colgaban las caricaturas que seleccionaban para cada edición”, me dijo con sus ojos de gato que acaba de ser bañado: un poco asustado, un tanto enojado porque no pudo quedarse en la revista. Un poco sorprendido y desilusionado también: la redacción no era diferente a la de, digamos, el Reforma. Los personajes que ahí trabajaban eran los mismos periodistas sudorosos que hacen la chamba pesada en cualquier medio. No estaban tocados por los dioses sino necesitados de una buena frotada de Speed Stick.

En la New Yorker se forman cánones. Durante el siglo pasado fue la revista en la que, si querías ser alguien en la literatura gringa, tenías que publicar. Escritores de cuento y poesía como Robert Frost, JD Salinger o Dorothy Parker configuraron su carrera publicando textos para la sección de cuento y lírica. Si New Yorker te publica, del otro lado estás: no tardarán en llegar los agentes y las editoriales.

Pero me desvío. Esos cánones newyorkescos impactan en el modo en que países y regiones enteras son vistas por el público culto y bebedor de vino tinto de la revista. Porque el lector de New Yorker es de élite, un lector que disfruta cuando las palabras que tienen diptongos la edición pone una diéresis en la primera letra. En la New Yorker “Greek” se escribe “Grëek”. Ese tipo de pomposidades le dan a la revista credibilidad entre sus lectores elitistas; si lo dice The New Yorker es que es cierto. Por supuesto que the New Yorker no miente, cómo iba a mentir. Si hay un dúo de atalayas periodísticas estadounidenses son el New York Times y The New Yorker, iconos de voz liberal, progresista. Pero ambos medios mienten por razones ideológicas hartas veces.

No dejemos de hablar de Jon Lee Anderson, modelo del reportero valiente que arriesga el pescuezo lo mismo para entrevistar a los talibanes y que al psiquiatra de Hugo Chávez. Anderson es el corresponsal en Latinoamérica de la New Yorker, un lujo de la revista. Anderson es considerado la vaca sagrada que le habla al público estadounidense sobre los países de lo que ellos entienden como su “Sudamérica”. (Todo abajo de Estados Unidos es una tierra incógnita que quizá se parece a México, ¿no? Total, todos hablan español o esa variedad de “español” de Brasil que se parece a otro idioma pero si hablas español igual y le entiendes). La pluma de Anderson es, además, poderosa. No usa esos giros retóricos dizque poéticos que tanto afean un texto periodístico. Esa simpleza a lo Hemingway corresponsal es un acierto, ejemplo de economía lingüística.

Pero, a decir verdad, el periodismo de Anderson sobre nuestra región pasa por el tamiz de la ideología gringa, aun cuando su forma e intensidad es brava y seductora. Para Anderson el Che Guevara es el revolucionario por antonomasia. Pero lo ve con la visión romántica del adolescente clasemediero que acaba de descubrir el asalto al cuartel Moncada en la comodidad del dormitorio de su colegio de artes liberales: gringo de a madres.

Y la New Yorker se para el cuello diciendo que esa manera de ver el mundo es única porque nadie más lo hace; su valentía—la de Anderson pero por extensión también la de la revista— es incomparable y atinada. Somos los mejores para los hicimos antes de Life, Time y Newsweek, somos los únicos que dotaron de pluma literaria al periodismo. Albricias, mis manos florecen.

No me malentiendan.The New Yorker es una revista relevante, y lo digo como una lectora asidua que apresura el paso los sábado al Sanborns de Masaryk y Hegel para alcanzar un número de hace dos semanas de la revista (es que llega atrasada, no es culpa del Sanborns; Sanborns te quiero). La leo y la desmitifico cada semana. Últimamente la revista me parece que ha ido empeorando. Temen abordar el tema de Gaza, por ejemplo. Prefieren hablar de cómo corre Tom Cruise en todas sus películas que de un genocidio ineludible en la tierra gazatí.

La herencia de New Yorker en el mundo es un hito. En Latinoamérica puede rastrearse su influencia en voces tan necesarias como la de la ya mencionada Alma Guillermoprieto, Juan Villoro o hasta Martín Caparrós. Ahí donde hay periodismo “narrativo” (no me encanta el término. O sea, el periodismo narra de por sí, ponerle ese apellido me resulta un pleonasmo. Prefiero llamar al género “periodismo literario”, a otros les encanta eso de “no ficción”. En fon, como diría Gil Gamés), en Latinoamérica, hay una influencia clara de la New Yorker. En el modo de escribir hay decenas de anglicismos innecesarios que se les van a editores y correctores —como decirle “competición” a una competencia, por decir alguno—. Queremos soñar con Nueva York y sus voces sudorosas.

Alguna vez en entrevista la cronista argentina Leila Guerriero me decía que había algo sucediendo en nuestra región con el periodismo literario. No creía en un boom porque eso implicaría el surgimiento decenas de revistas de crónica, becas en universidades para cronistas noveles, etcétera, pero “sí que está pasando algo”. Ese algo pasa, me parece a mí, por la cantidad de reporteros de la gen-X en adelante que pueden leer en inglés. El modelo con el que comparar(se) (nos) son el Times y la New Yorker. Seguimos siendo los muchachos esperando nerviosamente la carta de aceptación de esos medios.

¿Qué hacer para sonar más a nosotros? Menos Capote, diría yo, más Onetti, más Salvador Novo. Lo digo como alguien que ha visto su voz “afectada” por la lectura en inglés. Cada vez que trato de escribir en latinoamericano me siento como traductora de Anagrama, algo falla. Algo que hay que buscar fuera de la neoyorcósfera. Quizá sea momento de leer más a nuestros periódicos locales.

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