Un laurel para nosotros de victoria

Un laurel para nosotros de victoria

Corría el año de 1862. Francia, Inglaterra y España habían declarado la guerra a México aduciendo una deuda de 80 millones de pesos, de los cuales 69 correspondían a los ingleses, nueve a los españoles y dos a los franceses. El presidente Juárez había respondido con un exhorto para lograr un acuerdo amistoso, pero todo fue inútil. La alianza tripartita había amenazado con una invasión isi no se saldaban por completo las deudas con los tres países europeos, pero las arcas mexicanas estaban vacías. Entonces, al más puro estilo de “debo, no niego; pago, no tengo”, suspendimos toda relación tributaria.

Francia, que ya había tenido una primera intervención en nuestro país — la llamada Guerra de los Pasteles de 1838 —, decidió realizar otra y atacarnos con toda su fuerza. Cuadrillas militares, con la bendición y los generales más feroces de Napoleón III, llegaron a México: el ejército conocido en aquella época como “el más poderoso del mundo” y que venía a aplastar al nuestro.

Sin embargo, no contaban con el joven general Ignacio Zaragoza, que al a frente del recién formado Ejército de Oriente, derrotaría a la ambiciosa, clasista y petulante milicia francesa —( Es bien sabido en vísperas de la batalla de Puebla, el general Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, comandante de las tropas francesas, seguro de que iba a derrotar fácilmente al ejército nacional y dominar al país, escribió al ministro de Guerra de Francia: “Tenemos sobre los mexicanos tal superioridad de raza, organización, disciplina, moralidad y elevación de sentimientos, que os ruego digáis al emperador que a partir de este momento y a la cabeza de seis mil soldados, ya soy el amo de México”. )

Así empezó a cocinarse, lector querido, uno de los episodios más gloriosos y celebrados de nuestra historia, junto con la construcción de un héroe nacional de muchos favorito: el joven general Ignacio Zaragoza, al que le habían encomendado estar al frente del Ejército de Oriente, vencer al enemigo, evitar la toma de la ciudad de México y conservar intacto el territorio de la República Mexicana.

“El 3 de mayo, Zaragoza llegó a Puebla, la ciudad más hostil al presidente Juárez y solicitó al secretario de Guerra zapapico, barretas y palos, ya que había una carencia absoluta de herramientas” escribe el doctor Javier Garcíadiego. Con ello y con lo que se pudo conseguir en la ciudad, los soldados mexicanos ejecutaron los trabajos de fortificación que fue posible realizar con el tiempo encima y el enemigo al frente. El 4 de mayo las tropas francesas ya tenían el control del camino que unía la costa con el Altiplano y las tropas republicanas se enfrentaban en Atlixco al ejército traidor del general Márquez. Obtuvieron el triunfo y aquello contribuyó de manera importante a la victoria del día siguiente. El Ejército al mando de Zaragoza, según él mismo dijo, “ha recobrado lodo su entusiasmo y tiene mucha confianza en sí mismo “

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Foto: Especial

No cabe duda de que así fue. La batalla del 5 de mayo se inició entre las diez y la once de la mañana, pero desde las cuatro de la madrugada se advirtió el gran movimiento que presentía el combate, con el ejército mexicano listo para atacar y resistir y Zaragoza animando a su tropa: “¡Soldados! os habéis portado como héroes combatiendo por la Reforma. Hoy vais a pelear por un objeto sagrado; vais a pelear por la patria.!”.

La batalla empezó con un cañonazo que cimbró todos los rincones. El general Lorencez dividió a la columna de su ejército en dos y cuatro mil hombres, dispuestos para atacar los Fuertes de Loreto y Guadalupe, sin darse cuenta de que el ejército mexicano contaba con ventaja en ambas posiciones. Fueron recibidos con un ataque de bayonetas que los obligó a retroceder y el ejército francés comenzó a degustar el trago amargo de la derrota. Los Cazadores de Vincennes y el Regimiento de Zuavos que Lorencez había mandado al ataque, también fueron vencidos y humillados por el Batallón Reforma de San Luis Potosí que había salido en auxilio de nuestra causa.

Después, la caballería mexicana entró en acción hasta alcanzar la victoria completa. Zaragoza ordenó a los Carabineros de Pachuca cargar sobre los restos de la columna enemiga, disparando y lanzando mandobles de sable sobre los franceses hasta que fueron totalmente rechazados.

Cuentan fanáticos y patrioteros que el general Zaragoza, decidió coronar la victoria, con un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, mientras gritaba: “¡Tras ellos, a perseguirlos, el triunfo es nuestro!”, pero es muy probable que no sea cierto. Lo que sí es un hecho es que, tras ser repelidas por tercera y última vez, las fuerzas del Ejército Expedicionario Francés comenzaron a huir y dispersarse, agarrando camino hacia Amozoc.

Y también es verdad, lector querido, que como a las cuatro de la tarde de aquel día como hoy, después de un copioso aguacero, los repiques a vuelo en los principales templos de Puebla anunciaron a la nación alborozada la derrota definitiva de aquel extraño enemigo que había osado profanar con sus plantas nuestro suelo.

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