Tierra y Cielo: 19 años de resistir, cuidar y cocinar la esencia de Chiapas
Durante casi dos décadas, el comedor de Tierra y Cielo ha sido la prueba diaria de que un restaurante puede ser, al mismo tiempo, negocio, proyecto cultural y red de contención emocional.
Desde la casa de los abuelos de la chef Marta Zepeda, en el centro de San Cristóbal de las Casas, este espacio ha sostenido una cocina profundamente chiapaneca y coleta (el término “coleto” surgió de forma coloquial para describir a los españoles que se peinaban con una coleta, pero con el tiempo evolucionó para convertirse en un símbolo de identidad para los habitantes de San Cristóbal) mientras sus fundadores, Marta y Kievf Rueda, aprendían a sobrevivir a todo: bloqueos carreteros, crisis económicas, pandemia y, en el último año, la compleja situación de salud de su hija Sabina.
El 19 aniversario llega después del periodo más difícil de sus vidas. Y, sin embargo, el fogón sigue encendido.
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Un restaurante que creció en una casa de familia
Cuando Marta abrió Tierra y Cielo hace 19 años, eligió el lugar donde le enseñaron qué era el hogar: la casa de sus abuelos, en el corazón de San Cristóbal. Las paredes que antes guardaban meriendas infantiles y sobremesas en familia hoy cobijan un comedor donde el mole coleto (, los tamales y el maíz comparten espacio con vinos, destilados y cerámicas chiapanecas.
El restaurante se convirtió, con el tiempo, en una especie de mapa sensorial del estado: el café de las montañas, el mango Ataulfo con denominación de origen, los quesos y embutidos de la región, el comiteco de Comitán, las bebidas a base de maíz y los moles que hablan de fiesta y de memoria. No es una escenografía folclórica, sino una cocina que organiza el territorio en platos concretos, pensados para explicar Chiapas a quien se sienta a la mesa.
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<!–>Enlace imagenQuesadillas Tierra y Cielo
En ese contexto apareció uno de los símbolos más íntimos de la casa: las quesadillitas Tierra y Cielo. No nacieron de una tradición formal coleta, sino del recetario doméstico de su abuela. Eran merienda de infancia y pasaron al menú como entrada discreta hasta convertirse en un sello: pequeñas, hechas para acompañar y, a la vez, capaces de condensar en un bocado la idea de familia que sostiene al restaurante y de ahí los demás platillos son historia.
19 años de aprender a adaptarse
Mantener un proyecto gastronómico durante 19 años en Chiapas implica algo más que cocinar bien. El estado, con su belleza rota por bloqueos, tensiones políticas y desigualdades, obliga a cualquier restaurantero a pensar en logística, paciencia y estrategia.
Marta lo reconoce sin rodeos: “Chiapas no es un destino sencillo para una propuesta como la de Tierra y Cielo. Pero la respuesta no ha sido suavizar el discurso, sino afinar la manera de operar. A lo largo de estos años, el restaurante ha ajustado menús, horarios y formas de servicio para responder tanto al visitante que llega en grupo de veinte personas como al comensal local que regresa varias veces al año”.
De ser un solo menú degustación pasaron a ofrecer tres caminos distintos: una experiencia larga y celebratoria; una propuesta estacional que conversa con el mercado y el clima; y un formato pensado para grupos numerosos que llegan de vacaciones y quieren compartir mesa sin sacrificar calidad. En paralelo, implementaron manuales, procesos y mediciones que les permitieran sostener el estándar de servicio incluso cuando ellos (Martha y Kievf) no están físicamente en la cocina.
La programación de actividades también fue estrategia: los “Jueves que pasaban a Viernes”, con artistas y artesanos invitados, no fueron solo cenas especiales, sino una forma de volver relevante el restaurante para la comunidad local, de anclarlo en el tejido cultural de la ciudad y darle razones a la gente de San Cristóbal para volver una y otra vez.
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<!–>Enlace imagenTierra y Cielo
Cuando la urgencia irrumpe en el servicio
El 8 de diciembre, una fractura de codo en Sabina, la hija de Marta y Kievf, los arrancó de la rutina del restaurante. Lo que parecía una cirugía sencilla se convirtió en una emergencia mayor cuando la niña tuvo una reacción adversa a la anestesia. El caso exigió cuidados intensivos de alta especialidad.
Sabina fue inducida a un coma controlado para proteger su cerebro. Los días se midieron entonces por reportes médicos, ajustes de medicamento y una esperanza que avanzaba a pequeños pasos. Al mismo tiempo, las cuentas del hospital crecían.
Ahí se hizo visible la otra cara de Tierra y Cielo: su capacidad de generar comunidad. Familiares, colegas y comensales se organizaron para lanzar una campaña de recaudación de fondos; se reunieron casi un millón de pesos para acompañar a la familia. El seguro médico no alcanzaba para todo, pero la red construida en 19 años sí.
Marta habla de ese periodo con una mezcla de preocupación, gratitud y lucidez: la emergencia la obligó a mirar el restaurante desde la distancia y comprobar que los procesos funcionaban, que el equipo estaba entrenado para sostener la operación sin que ella o Kievf estuvieran todos los días en sala o en cocina. Esa capacidad de delegar fue, en la práctica, una herramienta de supervivencia esencial.
La salud mental también se cocina
La crisis no solo reveló la fortaleza del equipo, también reordenó prioridades. La chef habla de la necesidad de pedir ayuda, de aceptar que hay momentos en los que una persona debe estar al lado de su hija en terapia intensiva y no revisando comandas. Y, desde ahí, de aprender a leer las señales de agotamiento y angustia en su propio equipo.
En Tierra y Cielo se incorporaron mecanismos sencillos, pero poco habituales en muchas cocinas: espacios para hablar de cómo se siente cada quien, permisos cuando alguien necesita un respiro, la consciencia de que el descanso y la alimentación del staff son tan relevantes como el emplatado. No se trata de un programa de bienestar empaquetado, sino de una sensibilidad afinada por la experiencia.
Las visitas semanales de Marta al Teletón, donde su hija recibe terapias, y en donde observa a otras familias atravesando procesos complejos con sus hijos, ampliaron su mirada. Entendió que el dolor no es una excepción y que, justamente por eso, la empatía es indispensable para dirigir un equipo en hospitalidad.
En un oficio donde la presión y los horarios suelen normalizarse como parte del “paquete”, la chef insiste en otra lógica: cuidar la salud mental no es un lujo, es condición para que el restaurante pueda seguir existiendo.
Los sabores que sostienen una casa
Si Tierra y Cielo ha logrado permanecer durante 19 años, es también porque su propuesta culinaria construyó un lenguaje propio. El mole coleto se volvió emblema de la casa: una versión que dialoga con otros moles del estado —como el de chipilín— y con los guisos de celebración que acompañan bodas, fiestas patronales y reuniones familiares.
El ningüijuti, los asados, la variedad de tamales que hacen de Chiapas “el estado más tamalero de México”, las bebidas a base de maíz (pozol) que alimentan tanto como sacian la sed, el café de altura y el comiteco funcionan como capítulos de una misma historia. Cada ingrediente está ligado a productores específicos, a rutas de montaña, a climas que marcan la textura de los granos y de las frutas.
A esa estructura se suma la parte más íntima: las ya mencionadas quesadillitas Tierra y Cielo. Son el tipo de plato que un restaurante solo se permite cuando está seguro de quién es: sencillo a la vista, cargado de memoria y capaz de contar, en silencio, por qué esta casa decidió cocinar Chiapas desde San Cristóbal y no desde ninguna otra parte.
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<!–>Enlace imagenMartha Zepeda y Kievf Rueda
Un aniversario con la mirada puesta en los 20
Para celebrar el 19 aniversario, Marta y Kievf decidieron invitar a una cocinera cuyo trabajo admiran desde hace años: Josefina Santacruz, del restaurante Sesame, especialista en cocina asiática y en el uso milimétrico de las especias.
Así, cuando Marta se detiene a mirar hacia atrás, la conclusión es menos romántica de lo que podría esperarse y, justamente por eso, más honesta: Simplemente se puede.
Sostener un restaurante casi 20 años en Chiapas ha sido duro, pero también les ha permitido ver cómo su trabajo aparece en guías, listas y premios, cómo los ingredientes chiapanecos empiezan a asomarse en cartas de otros restaurantes dentro y fuera del país, cómo la palabra “Chiapas” deja de ser solo sinónimo de paisaje para ser sinónimo de producto.
El siguiente paso ya está en marcha: una línea de productos “sabores de Chiapas” que lleve esa despensa a otras mesas y que amplíe el impacto del restaurante más allá de sus cuatro paredes. El sueño no es crecer por crecer, sino garantizar que la cocina chiapaneca se mantenga viva, visible y económicamente viable para quienes la sostienen en origen.
Por eso, el aniversario no es solo un número en la puerta. Es la prueba de que la gastronomía, cuando se construye con raíces profundas, no solo alimenta, también sostiene.
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