Tenochtitlan, a 700 años de una metrópoli prodigiosa

La historia de la fundación de Tenochtitlan está envuelta en una narrativa mítica donde se conjugan, el tiempo espacio de los dioses con el tiempo espacio de los seres humanos. Los códices y las fuentes históricas del siglo XVI narran la historia originaria que los mexicas eligieron contar al mundo. Se dice que salieron del mítico Aztlán y, tras una migración de alrededor de 200 años, llena de vicisitudes, encontraron en una pequeña isla en medio del Lago de Texcoco, la tierra que les había sido divinamente prometida. Al llegar a ella, todo alrededor se tornó en una total blancura: los sauces, los tules, las cañas, las ranas, los peces, todo a semejanza de la mítica Aztlán. Los mexicas contaban también que Huitzilopochtli, su dios tutelar, les había indicado el lugar preciso donde debían establecer su templo y, en torno a él, trazar la gran ciudad, a fin de convertirse en el imperio más poderoso jamás conocido en esta latitud. El portento del águila sobre un nopal con el que la divinidad reveló ante sus ojos el sitio elegido, parece haber ocurrido en un año 2 casa,1325. Así lo sugiere, al igual que algunos documentos posteriores a la conquista, el Teocalli de la Guerra Sagrada, escultura mexica encontrada bajo los cimientos del Palacio Nacional.

Tenochtitlan en verdad llegó a ser el sueño prometido. Comenzó siendo el pequeño asentamiento de un pueblo de vasallos mexicas sometidos por los tepanecas de Azcapotzalco, hasta convertirse en una magnífica ciudad anfibia emplazada sobre aquel pequeño islote primigenio que sus habitantes ampliaron construyendo un gran número de chinampas. Tras varias generaciones, la urbe alcanzó una extensión de 13.5 km² y 250,000 habitantes; se edificó con tal perfección, que, cuando los soldados ibéricos recién llegados de ultramar la conocieron, dijeron que lo que veían con sus ojos, no lo podían comprender con el entendimiento. La metrópoli estaba conectada a tierra firme mediante un complejo sistema de calzadas elevadas sobre el lago, con puentes y compuertas que, además de comunicar a las personas, regulaban el paso del agua y contenían el agua salina del Lago de Texcoco.

Al sur la calzada de Iztapalapa comunicaba con Coyoacán; al oeste, partía la que llevaba a Tacuba y además sostenía el acueducto que traía agua potable desde los manantiales de Chapultepec; al norte del islote, conectaban la calzada del Tepeyac y la de Tenayuca. Estas eran algunas de las principales, sin embargo, conectaban a su vez con otras calzadas secundarias que llevaban a las demás poblaciones alrededor del lago. Las personas podían desplazarse, lo mismo caminando por las calzadas y las calles apisonadas, que navegando en sus canoas y aparcándolas en los embarcaderos designados.

La ciudad destacaba por su impresionante organización urbana, trazada con una profunda carga simbólica. En el centro se levantaba el Recinto Sagrado, un espacio ceremonial que albergaba 78 templos, entre los cuales se hallaba el Templo Mayor, el más importante de todos, dedicado a Tlaloc, dios de la lluvia, la fertilidad y la agricultura, y a Huitzilopochtli, sol naciente y dios de la guerra. Aquí se llevaban a cabo las celebraciones religiosas más importantes conforme al calendario y se seguía una cuidadosa liturgia.

La ciudad estaba dividida en cuatro parcialidades dispuestas alrededor de este espacio sagrado siguiendo los cuatro rumbos del universo, mientras que el Templo Mayor, marcaba el quinto rumbo, el centro del mundo. Los cuadrantes de la ciudad estaban conformados por 80 barrios o calpulli, con sus templos, escuelas y mercados; todos sus habitantes compartían parentesco, un oficio en común y una deidad patronal que les amparaba.

Las casas comunes de las familias tenochcas eran de una sola planta y se construían sobre una chinampa que también tenía espacio para cultivar la milpa para el autoconsumo. En el centro del asentamiento, las familias nobles habitaban lujosos conjuntos palaciegos que incluían jardines y tomas de agua directas. Entre ellos, destacaba el del Huei Tlatoani, gobernante supremo de la ciudad y representante del dios en la tierra.

Los habitantes vivían en una sociedad marcadamente estratificada, en la que los plebeyos o macehuales trabajaban arduamente desempeñando alguno de los 200 oficios de los que tenemos noticia. Había, por ejemplo, orfebres, lapidarios, plumajeros, tejedores, alfareros, barberos, dentistas y comerciantes. Los nobles, por su parte, llevaban a cabo trabajos burocráticos: jueces, recolectores de tributo, sacerdotes y militares de muy alto rango. La educación en Tenochtitlan era integral y estructurada según el origen social. Los niños de la nobleza asistían al Calmécac, donde se formaban como futuros gobernantes y sacerdotes, recibiendo enseñanzas en filosofía, historia, religión, astronomía, matemáticas y el calendario. El resto de los niños acudía al Telpochcalli, donde se entrenaban en tareas agrícolas y habilidades militares. Por la tarde, asistían al Cuicacalli donde se aprendía música, canto y danza para la alabanza de los dioses. Las niñas, por su parte, aprendían de sus madres labores domésticas, especialmente el arte de hilar, tejer y bordar; aunque si eran hijas de la nobleza, podían asistir al Ichpochcalli, donde recibían instrucción sobre las tareas domésticas, las relaciones sexuales y también el hilado, el bordado y el tejido.

Los mexicas se abastecían en los múltiples mercados de la ciudad, siendo el que estaba en este Zócalo, uno de los principales; sin embargo, el más grande y concurrido, era el de Tlatelolco, ciudad hermana que ocupaba una tercera parte del islote, al norte de la capital. La variedad de productos y servicios que los mercaderes ofrecían con gran organización es inmensa, había alimentos como calabaza, jitomate, mamey, aguacate, pescados, aves lacustres, ranas e insectos; igualmente había mantas, hierbas medicinales, pieles, petates, tamales, dulces de miel con nueces o herramientas, y se ofrecían servicios de trabajadores y maestros de oficios especializados, todo en un ordenado y bullicioso sistema comercial.

Tenochtitlan se alió con las ciudades de Texcoco y Tlacopan para formar la Triple Alianza, una confederación imperial expansionista que les permitió hacerse de un gran imperio. Unidos, dominaron un territorio de aproximadamente 200,000 km², con 38 provincias tributarias y una población cercana a los 6 millones de habitantes en un área que iba, desde la región tarasca, hasta la actual frontera con Guatemala, y de costa a costa. Las provincias sometidas entregaban riquísimos tributos en especie, como plumas, mantas de algodón, jade, animales salvajes, trajes de guerrero, oro o cacao, lo que le generó gran riqueza al imperio y contribuyó a que la metrópoli se consagrara como ciudad ejemplar.

Los mexicas heredaron de civilizaciones como Teotihuacán una sofisticada tradición urbanística y arquitectónica, profundamente ligada a la astronomía y al pensamiento religioso. Los arquitectos mexicas trazaron Tenochtitlan de forma que fenómenos como los solsticios, equinoccios, el inicio de las lluvias o los días del paso cenital del sol, estuvieran claramente indicados por la posición del Templo Mayor y sus alineaciones con este astro en el paisaje a lo largo del año. Esto les permitía llevar un cómputo del tiempo preciso, esencial para coordinar la siembra, la guerra o las festividades religiosas. Uno de estos fenómenos clave en sus celebraciones, eran los días del paso cenital del sol, cuando el astro alcanza su punto más alto en el cielo y pasa verticalmente sobre la ciudad, como ocurre alrededor del día 26 de julio.

La antigua Tenochtitlan fue una creación monumental donde arquitectura, ingeniería, astronomía, política y religión se unieron para materializar la cosmovisión del pueblo mexica. Su memoria permanece en los vestigios que hoy, sobreviven gracias al trabajo de arqueólogos, historiadores y restauradores del Instituto Nacional de Antropología e Historia; su grandeza quedó inscrita en la palabra de sus antiguos poetas, como en estos versos de los Cantares Mexicanos:

Tenedlo presente, oh príncipes, no lo olvidéis. ¿Quién podrá sitiar a Tenochtitlan? ¿Quién podrá conmover los cimientos del cielo? Con nuestras flechas, con nuestros escudos, está existiendo la ciudad. ¡México-Tenochtitlan subsiste!

* La autora es arqueóloga e investigadora del INAH; una versión breve de este texto fue leído en la ceremonia conmemorativa de los 700 años de la fundación de Tenochtitlan el 26 de julio de 2025; se reproduce aquí con autorización de la autora.

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