¿Quién paga la cuenta? Mano de obra: la nueva batalla del comercio en México
Hubo un tiempo en que las tiendas de consumo no necesitaban preocuparse demasiado por nóminas, prestaciones ni sindicatos. La operación era básicamente un asunto de familia: el dueño atendía la caja, la esposa acomodaba la mercancía, los hijos ayudaban en la bodega. No existían recibos de pago ni contratos formales; lo que entraba a la caja era lo que mantenía a la familia. El negocio era la vida, y la vida era el negocio.
Pero conforme la industria creció y las tiendas comenzaron a multiplicarse, esa fórmula dejó de ser suficiente. Surgió la necesidad de contratar personal externo: cajeros, vendedores, acomodadores, repartidores. Ya no bastaba con la ayuda familiar; hacía falta mano de obra asalariada. Fue entonces cuando entraron en juego los distintos esquemas de pago: salarios mínimos, sueldos por hora, incentivos por ventas, pagos por jornada. El retail se volvió una maquinaria cada vez más compleja en su operación, y con ello los costos comenzaron a subir.
Durante décadas, gran parte de la estrategia consistía en mantener controlada la nómina. No es casualidad que las grandes cadenas empezaran a medir la productividad por hora trabajada. Cada empleado debía justificar su costo con resultados tangibles, porque en el retail los márgenes de utilidad siempre han sido delgados. Basta con hacer cuentas: una tienda paga renta, luz, agua, mantenimiento, inventario, pérdidas por merma… y después de todo eso, el gasto laboral suele ser el rubro más pesado en la estructura de costos.
En autoservicio, conveniencia, boutiques o cualquier empresa que tiene empleados dando un servicio, la ecuación es la misma: el personal representa una de las inversiones más grandes, pero también es el recurso más difícil de optimizar. Y ahí entra un factor clave de los últimos años: las reformas laborales.
El salario mínimo ha aumentado a tasas históricas, muy por encima de la inflación. A esto se suman cambios como la reducción de la jornada laboral a 40 horas, más días de vacaciones pagados y nuevas regulaciones como la famosa “reforma de la silla”, que obliga a garantizar condiciones mínimas para los trabajadores en ciertas actividades. Todo esto puede sonar positivo desde la óptica del empleado, y sin duda lo es en términos de bienestar. Sin embargo, para la industria del retail representa un incremento acelerado y sostenido en sus costos de operación.
El problema es que esta presión llega a un sector que ya vivía con márgenes apretados. Cuando el costo laboral sube de manera abrupta, las empresas tienen pocas salidas: buscar mayor productividad con menos gente, invertir en tecnología que sustituya mano de obra, o trasladar el incremento directamente al consumidor a través de precios más altos. Y es justo lo que estamos viendo.
Hoy no es raro entrar a una tienda y notar menos personal en piso. Donde antes había cuatro cajeros, ahora hay dos y una fila más larga. Donde antes un empleado ayudaba a los clientes a encontrar producto, ahora simplemente hay un letrero con un QR. No es un capricho, es supervivencia: los retailers están obligados a hacer más con menos, porque el costo de mantener plantillas grandes se ha disparado.
Esto, por supuesto, tiene consecuencias en la experiencia del cliente y en la percepción del precio. Si un consumidor encuentra menos servicio, pero al mismo tiempo ve que los precios suben, empieza a cuestionar el valor que recibe. Y no olvidemos que el retail vive y muere con el consumidor: si este se siente desatendido o maltratado, se irá con la competencia o buscará alternativas digitales.
Aclaro algo importante: no me gusta hablar de política ni generar polémica. Pero no podemos ignorar el efecto que las decisiones en materia laboral tienen en la economía. Subir salarios y prestaciones en tan poco tiempo puede sonar justo, pero también puede convertirse en un factor inflacionario. Si las empresas tienen que pagar más a sus empleados, terminarán cobrando más a sus clientes. Y en un país donde el consumo es motor de crecimiento, esta dinámica genera un círculo difícil de sostener.
La gran pregunta es hasta cuándo las compañías que atienden puntos de venta podrán encontrar el balance. ¿Cómo mantener la productividad con menos personal sin afectar al cliente? ¿Cómo absorber los incrementos en gasto laboral sin trasladarlos por completo al precio final? ¿Cómo evitar que la inflación erosione la capacidad de compra de los consumidores, que son al mismo tiempo empleados y clientes?
El futuro inmediato del retail estará marcado por esta búsqueda de equilibrio. Habrá quienes logren adaptarse con eficiencia, apoyándose en tecnología, capacitación y esquemas innovadores de productividad. Pero también habrá quienes queden en el camino, incapaces de resistir la presión de costos.
Lo único seguro es que este tema seguirá siendo central en la conversación de la industria en los próximos años. Y como siempre, será el consumidor quien termine pagando la factura de estas transformaciones.
Esto fue Más Allá del Éxito. ¡Nos leemos pronto!