¿Qué mata más hoy: el homicidio o el suicidio?
Esta pregunta esconde la paradoja de la visibilidad: hay violencia que se ve y se registra en portadas y otra que se sufre en silencio. Tomemos una radiografía global para responder a la pregunta. Las cifras más recientes del Instituto para la Medición y Evaluación de la Salud (IHME por sus siglas en inglés) confirman un dato que a muchos sorprende: en 2023 se estimaron alrededor de 761 mil muertes por suicidio frente a 422 mil homicidios. En otras palabras, el mundo pierde hoy casi dos vidas por lesiones autoinfligidas por cada vida arrebatada por violencia interpersonal.
Esta relación, sin embargo, se descompone al mirar la geografía del planeta. En Europa y en el sur de Asia —India a la cabeza— el suicidio cuadruplica al homicidio. En Oriente Medio la brecha se estrecha a una proporción de 1.2 a 1. África subsahariana roza la paridad y, en sentido inverso, América Latina y el Caribe registran casi tres homicidios por cada suicidio; la cifra sube aún más si se excluye a los países del Cono Sur y a Cuba, donde el suicidio es más frecuente.
En México, a nivel nacional en 2023, se registraron 3.8 homicidios por cada suicidio. Sin embargo, en Guanajuato la razón asciende a 13.6 a 1 y en Baja California a 9.3 homicidios por cada suicidio. Esta relación se invierte en Aguascalientes y Yucatán. Mientras en el primero la razón es 1.1 a 1, en el segundo, suceden 2.4 suicidios por cada homicidio.
Algunos se preguntarán ¿Cómo llego el mundo aquí? o ¿esto fue siempre así? Antes del siglo XIX los homicidios dominaban el panorama —o, mejor dicho, los suicidios apenas se reconocían—. A medida que los Estados modernizaron sus oficinas de estadísticas y la Iglesia fue perdiendo el monopolio moral del registro civil, el suicidio -aunque escaso- se volvió visible. Desde hace muchos años el homicidio se investiga, se denuncia, se convierte en noticia por ser una anomalía de la muerte. En cambio, el suicidio suele callarse, minimizarse o esconderse tras eufemismos.
En paralelo en buena parte de Europa y Asia Oriental los asesinatos caían. Norbert Elias describió esa domesticación de la violencia como un proceso de civilización: el Estado monopoliza la fuerza y las élites aprenden a refrenar impulsos. Steven Pinker, sesenta años después, puso números al fenómeno y habló de “larga paz” gracias al comercio y a la empatía cosmopolita.
Pero pacificar el espacio público no extingue la agresión: a veces la desplaza hacia adentro. Elias advirtió que el autocontrol podía volverse opresivo; Pinker recuerda que el aislamiento, la competencia y la desigualdad modernas alimentan la violencia autoinfligida. De ahí que se pueda deducir que el suicidio supere hoy al homicidio en gran parte del planeta.
Este relato, no obstante, es eurocéntrico. Quedan fuera las violencias coloniales y poscoloniales; exportación de armas y guerras indirectas o de poder, el crimen transnacional que desangra Centroamérica y buena parte de los países africanos, la violencia externa latinoamericana que se expresa en crimen organizado y feminicidios, y las muertes invisibles por sobredosis o letalidad policial.
En suma, se trata de una caída de la violencia urbana europea y de países ricos que describe la pacificación de ciertos centros de poder mientras otras geografías pagan la factura del orden planetario. Reconocer este desbalance permite comprender por qué, junto al descenso histórico de los homicidios en Europa, coexisten cifras alarmantes en partes de América Latina y África, y por qué el suicidio —una agresión que apunta hacia adentro cuando la fuerza externa se contiene— ha rebasado globalmente al homicidio.
Muertes invisibles: cifras negras y causas estructurales compartidas
La llamada “cifra negra” —término tomado de la criminología para describir los delitos que no se denuncian ni se registran— también existe en las estadísticas de causas de muerte, y afecta tanto a homicidios como a suicidios. Aunque no siempre se le llama así, su magnitud es significativa.
En muchos países de América Latina, hasta el 20–30% de las muertes por causas externas pueden estar mal clasificadas o sin causa definida, y entre el 5 y el 10% de las muertes totales podrían no registrarse del todo. Pero más allá de los porcentajes, lo que importa son las razones estructurales que generan esta invisibilidad.
Las desapariciones forzadas o no esclarecidas impiden registrar la muerte como homicidio, dejando a miles de personas fuera de toda estadística vital.
El estigma social, religioso o familiar hace que muchos suicidios se registren como accidentes o causas naturales, sobre todo en adolescentes, mujeres y personas LGBTQ+.
La ambigüedad forense o la negligencia institucional lleva a que se usen códigos vagos (“evento no determinado”, “causa no especificada”), ocultando la violencia bajo una neutralidad técnica.
Estas formas de hacerlas invisibles no son errores individuales: son el reflejo de un entramado de inequidad, silencio y desprotección. No se trata solo de estadísticas erróneas, sino de vidas que no cuentan porque no se cuentan.
Otra capa crítica de invisibilidad ocurre con las muertes causadas por agentes del Estado (como la policía o las fuerzas armadas) y aquellas producidas en contextos de guerra o conflicto armado. Aunque muchas de estas muertes son actos intencionales de violencia letal, no siempre se contabilizan como homicidios.
Esto distorsiona el panorama real de la violencia. En países como Brasil, México, Colombia o El Salvador, estudios independientes han demostrado que la violencia estatal letal está subestimada o diluida, mientras que la clasificación oficial preserva una imagen de orden. Así mismo hay otras formas de violencia estructural no letal (despojo, hambre, exclusión educativa) que también predisponen al suicidio y al homicidio. Estas muertes no solo quedan fuera del registro estadístico: quedan fuera del duelo, de la justicia y de la historia.
Para 2023, IHME estima a nivel mundial 150 mil muertes por conflictos y terrorismo, así como 8,200 por ejecución policiaca. Cabe aclarar que muchas de estas muertes no son reconocidas como homicidios por los países, sino estimadas por fuentes independientes como el IHME.
Violencia normalizada
Quizá lo más inquietante no sea el número de muertes, sino la facilidad con la que hemos aprendido a convivir con ellas. Morir asesinado —o morir por la propia mano— ha dejado de ser una excepción trágica para convertirse en una posibilidad cotidiana, plausible, estadísticamente predecible.
Ese acostumbramiento no es neutro. Tiene consecuencias. Se traduce en programas de salud mental reactivos y frágiles, en estrategias de seguridad que castigan más de lo que previenen, y en sistemas de información que siguen sin saber nombrar apropiadamente el tipo de violencia. Así, las muertes violentas siguen ocurriendo, pero muchas ya no duelen, no movilizan, no incomodan: quedan registradas, pero no reconocidas.
Cerrar la brecha entre lo visible y lo invisible no es una cuestión técnica, sino una responsabilidad política y humana. Para tal efecto se requiere:
Registros confiables, con certificados de defunción bien llenados y completos, autopsias rigurosas y codificación clara de la violencia estatal, las desapariciones y los contextos estructurales.
Prevención real del suicidio, que no se limite a mensajes de contención o líneas telefónicas, sino que incluya atención temprana, redes comunitarias, y restricción de medios letales.
Reducción sostenida de los homicidios, que no dependa de militarización o del castigo, sino de políticas que combatan la desigualdad, la impunidad y la corrupción.
Enfrentar la crisis forense, la crisis de la formación de personal en ciencias forenses y particularmente la escases de recursos humanos en medicina forense, más allá de ser un asunto técnico-administrativo, se trata de garantizar el derecho a la verdad y al duelo digno.
Pero, sobre todo, necesitamos una pedagogía de la memoria estadística: aprender a contar bien para no olvidar mal. Porque cada vida no registrada, cada muerte mal clasificada, no solo falsea las cifras: falsea el relato social de quién importa y quién no. Contar con precisión no es solo un ejercicio de orden burocrático: es un acto de duelo, de verdad y de justicia. Donde falta el registro, falta el reconocimiento. Y donde falta el reconocimiento, la violencia —sea hacia otros o hacia uno mismo— encuentra terreno fértil para repetirse. Como hemos anotado en otras contribuciones, “contar bien no es solo contar muertos, es comenzar a cuidar la vida”.
Referencias
Elias N. El proceso de la Civilización: Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Ed. FCE 2015 (1939)
Pinker S. The Better Angels of our Nature: A history of Violence and Humanity, Penguin Books. Reino Unido, 2011
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.
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