Presión (financiera)
En la última semana, a raíz de la Guerra de los 12 días en Medio Oriente, escuché a varios comentaristas especular sobre lo que este conflicto podría implicar para México. Más allá del impacto inmediato —como un posible repunte en los precios del petróleo y mayor riesgo de recesión— algunos celebraban la idea de que un Estados Unidos distraído en Irán e Israel dejaría de mirar a México.
Es fácil escribir a toro pasado, pero, desde mi perspectiva, es evidente que la política exterior estadounidense puede avanzar en múltiples frentes simultáneamente si así lo desea. Después de todo, sigue siendo el país más poderoso del mundo. No hay ninguna razón para pensar que la presión sobre México vaya a disminuir. Al contrario: hay demasiados frentes abiertos —migración, comercio, fentanilo— como para que la relación bilateral se “enfríe”.
Por eso no sorprende que esta semana el Departamento del Tesoro de Estados Unidos emitiera sanciones contra tres instituciones financieras mexicanas: CIBanco, Intercam y la casa de bolsa Vector, que en conjunto manejan más de 22 mil millones de dólares en activos. La acusación es grave: lavado de dinero para organizaciones criminales y facilitación de pagos en China para la compra de precursores químicos de fentanilo.
Donald Trump ha sido prístino en sus amenazas. Combatir a los cárteles mexicanos y frenar el tráfico de fentanilo es una de sus favoritas. Hace meses que designó a los cárteles como organizaciones terroristas (FTO, por sus siglas en inglés). Recuerdo que entonces, distintos expertos advirtieron que esa etiqueta abriría la puerta a una ofensiva financiera. Seguir la ruta del dinero porque los cárteles, no hay que olvidarlo, son organizaciones con fines de lucro.
Lo preocupante es que con todo y la narrativa de “cooperación sin subordinación”, se trata, una vez más, de una acción unilateral del gobierno estadounidense. No me gustan las preguntas retóricas, pero me parece que una se impone: ¿sorprende? No debería. No sólo porque la administración Trump ha dado múltiples cátedras sobre cómo actuar sin pedir permiso, sino porque las señales estaban ahí.
Cito un ejemplo: en la Convención Bancaria Nacional de este año —la gran pasarela del sistema financiero mexicano— estuvo presente Scott Rembrandt, subsecretario adjunto de Política Estratégica del Tesoro de Estados Unidos. Se reunió en privado con Emilio Romano, director de Bank of America México y nuevo presidente de la Asociación de Bancos de México para hablar precisamente sobre lavado de dinero. Una señal de que se trata de un asunto prioritario.
Hoy, aunque el gobierno mexicano insista en que “no hay pruebas”, lo cierto es que la acusación está sobre la mesa. La ley que faculta al Departamento del Tesoro para sancionar a instituciones extranjeras se basa en la noción de causa razonable, no en evidencias irrefutables. Y eso deja a México en desventaja.
Sin ser experta en temas de seguridad, pero como observadora atenta de la dinámica bilateral, veo al menos tres consecuencias inmediatas. La primera es el daño reputacional: para las instituciones involucradas y para sus conexiones, incluidos personajes cercanos al expresidente López Obrador. La segunda es la desconfianza que esto siembra en el sistema bancario mexicano y en su capacidad para detectar y frenar operaciones ilícitas. Y la tercera —y quizás la más grave— es la duda que se instala sobre la eficacia investigadora del Estado mexicano.
Una vez más, la presidenta Sheinbaum enfrenta un escenario complejo. El desequilibrio estructural frente a Estados Unidos reduce su margen de maniobra. Pero podría, y debería, actuar. Una respuesta digna sería ordenar investigaciones propias. No como gesto hacia Washington, sino como un acto de soberanía. Eso que tanto le gusta pregonar al oficialismo.