¿Por qué la gente sigue escuchando narcocorridos?
Versa la canción de Peso Pluma “Y pa’ chambear con don Iván / Soy de la gente del Chapo Guzmán / No me muevan que me puedo enojar / Y me les presento, soy el Gavilán”. En estos sencillos versos la referencia y exaltación del exjefe del Cártel de Sinaloa, el Chapo, son claras y directas, como en todo buen narcocorrido.
Pero ¿qué son en verdad los narcocorridos? ¿Expresiones auténticas, no censuradas, de la música regional mexicana contemporánea o panegíricos musicales de la violencia vinculada al mundo de la droga? ¿Qué evidencian de la cultura y la sociedad de México?
Pues dicen mucho: hablan con desgarro y populismo de una añeja rivalidad, oculta en un acto de negación psicoanalítico y colectivo. Una rivalidad del pobre –del hombre‑pueblo– contra el rico –el catrín de dinero viejo– de la que habló hace ya varias décadas el filósofo Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura.
Versos para una revolución
En la historia cultural de México, el indio era el marginado, despojado injustamente de su tierra y cultura por el invasor español. Inmerso en su realidad rural, era el pobre del campo, resentido contra el rico peninsular de la hacienda y de la ciudad.
Entonces, allá por 1910, llegó la Revolución: el oprimido, envalentonado y bravío, tomó las armas contra su opresor. El caballerango de la hacienda se convirtió en caudillo. Y el caudillo de raíces humildes, quizá por un resentimiento personal, aceptó encabezar a las masas campesinas desarrapadas, tal y como lo retrata Mariano Azuela en su novela Los de abajo.
Los animaba un deseo revanchista: adueñarse de las parcelas que antaño pertenecieron a sus ancestros indígenas y abatir al terrateniente, heredero del otrora encomendero español. Todos convirtieron sus historias juglarescamente en música. Así surgió el corrido como expresión popular, himnos campiranos que narraban las hazañas de los revolucionarios. Aquí está la génesis más arcaica y remota del narcocorrido.
El auge de los narcocorridos
Emparentados como expresiones musicales rancheras, el corrido y el narcocorrido gozan de la misma arquitectura simbólica y narrativa. Ambas, desde distintos contextos históricos, romantizan el ascenso social, la soñada redención del excluido por su decisión –justificada o no– de tomar las armas o de hacer uso de la violencia, la temeridad, la bravuconada.
Antepasado y sucesor exaltan una masculinidad básica y mostrenca: la que aflora en el adolescente que dirime diferencias con sus compañeros de escuela trenzándose a golpes, o que revive el donjuanismo del caudillo idolatrado por las adelitas, midiendo en conquistas o aventuras una hombría tan genital como falocéntrica.
Sin la etiqueta de narcocorrido, una de las primeras canciones inspiradas en traficantes de marihuana, amapola o alcohol –y en toda la cultura orquestada en torno a ellos– fue “El contrabando del Paso” (1934).
Décadas después, el grupo Los Tigres del Norte dio popularidad y proyección al narcocorrido moderno. “Contrabando y traición” (1974), además de ser todo un éxito en su momento, es ya un clásico del género: narra la historia de Camelia la texana, una mujer dedicada al tráfico de droga que traiciona a su amante.