Plantas de poder: el origen ancestral de los estados alterados de conciencia

Cada semana, en el consultorio, se repite la escena: pacientes intrigados por los “nuevos” psicodélicos. Algunos han leído sobre los ensayos clínicos con psilocibina en depresión resistente, otros preguntan por la ketamina o la ayahuasca, y no falta quien cree que estamos frente a una moda pasajera. Entonces les recuerdo un hecho que suele cambiar su perspectiva: estas sustancias no son nuevas. Nos acompañan desde hace milenios y forman parte de lo más profundo de nuestra historia como especie.

La arqueología y la antropología muestran cómo los seres humanos hemos buscado, desde tiempos prehistóricos, perdernos —o encontrarnos— en estados alterados de conciencia. No lo hicimos por entretenimiento, sino como parte de procesos espirituales, comunitarios y medicinales. En un estudio publicado en Time & Mind (2015), la investigadora Elisa Guerra-Doce documenta vestigios claros del consumo ritual de plantas y bebidas psicoactivas en prácticamente todos los continentes.

Ecos de la prehistoria

Las evidencias son claras. En el valle de Huaylas, Perú, se encontraron restos del cactus San Pedro con más de seis mil años de antigüedad. Este cactus, aún utilizado en ceremonias andinas, contiene mescalina, un potente enteógeno capaz de inducir visiones y estados de conexión espiritual.

En La Marmotta, Italia, se descubrieron semillas de adormidera (Papaver somniferum) datadas hacia el 5600 a.C., la prueba más antigua del uso ritual del opio. En la península ibérica, análisis realizados en esqueletos neolíticos detectaron restos de alcaloides opiáceos, lo que confirma que su empleo trascendía lo alimentario: era también narcótico y ceremonial.

En el norte de México y el sur de Texas se han identificado semillas del mescal bean, planta psicoactiva empleada en ceremonias de búsqueda de visiones desde hace casi nueve mil años. En la cueva de Shumla, también en Texas, se hallaron restos de peyote datados hacia el 3700 a.C. Y en los Andes peruanos, el descubrimiento de hojas de coca junto a calcita, usada para liberar alcaloides, demuestra que hace ya ocho mil años se aprovechaban sus propiedades psicoactivas.

En Mesoamérica, las célebres piedras en forma de hongo halladas en Guatemala, México y El Salvador —datadas entre el 500 a.C. y el 900 d.C.— dan testimonio de cultos micológicos en los que se consumían “niños santos”, los hongos psilocibios, para entrar en contacto con lo divino.

En Asia, se han documentado rastros de cannabis en rituales funerarios de la estepa euroasiática hacia el tercer milenio a.C., así como el uso del betel en el sudeste asiático desde al menos el 2600 a.C.

La lista continúa: tabaco ritual en los Andes desde hace más de dos mil años; preparados de Anadenanthera (conocida como cohoba o yopo) en ceremonias del Caribe precolombino; datura en prácticas espirituales de la India y China. Con pocas excepciones, casi todas las culturas desarrollaron algún tipo de vínculo con las plantas de poder.

Las plantas de los dioses

La palabra “droga” resulta imprecisa y hasta peyorativa para describir lo que estas sustancias significaban en aquellas culturas. Por ello, en 1979 un grupo de etnobotánicos propuso el término “enteógeno”, que literalmente significa “despertar lo divino en el interior”. No se trataba de vicios ni de simples intoxicantes, sino de verdaderos sacramentos.

Lo sagrado residía en su poder para abrir puertas a otros mundos: permitir la comunicación con los ancestros, afrontar la enfermedad con mayor fortaleza y encarar la muerte con dignidad y sabiduría. Para los pueblos originarios, estas plantas eran la encarnación de lo divino. El cactus, la hoja, la semilla o el hongo se veneraban con respeto y se usaban bajo reglas estrictas, en la mayoría de los casos reservadas a chamanes y curanderos. No era un consumo indiscriminado, sino un acceso cuidadosamente regulado al conocimiento y a lo sagrado.

Lo fascinante es que la ciencia contemporánea confirma lo que las culturas antiguas ya intuían. Estas sustancias actúan sobre el sistema nervioso central, en particular modulando receptores como el serotoninérgico 5-HT2A, y provocan cambios profundos en la percepción, la emoción y la conciencia. Pueden generar imágenes vívidas, sensaciones de trascendencia, disolución del ego y una intensa conexión con algo mayor que uno mismo.

Estas experiencias, lejos de ser simples alucinaciones, han mostrado efectos terapéuticos relevantes. Entre ellos se cuentan la reducción de la ansiedad existencial en pacientes terminales, el alivio de la depresión resistente y resultados prometedores en el tratamiento de adicciones y del estrés postraumático. Paradójicamente, lo que la ciencia redescubre ahora ya lo sabían los pueblos originarios desde hace siglos. Bien utilizadas, estas plantas funcionan como herramientas de sanación.

El peligro de la medicalización

La medicalización avanza con rapidez. Clínicas privadas ofrecen tratamientos con ketamina o psilocibina en protocolos controlados, mientras en paralelo florece un mercado recreativo y clandestino sin regulación ni acompañamiento.

Hace miles de años, el uso de enteógenos estaba integrado en la vida comunitaria y en los rituales de paso, nacimiento, enfermedad y muerte. Existía un marco de sentido. En la modernidad, en cambio, muchas veces se consumen sin guía, sin comunidad, sin contención espiritual o bajo la supervisión de facilitadores improvisados, formados apenas con algún diplomado o curso exprés.

La llamada “guerra contra las drogas” del siglo XX, con su prohibición indiscriminada, no solo fracasó, también rompió una larga tradición de respeto y regulación cultural. Quizá ha llegado el momento de preguntarnos si no deberíamos volver la vista al pasado para aprender a diseñar un futuro distinto.

¿Qué nos dirían aquellos ancestros que, hace miles de años, depositaban semillas de coca en tumbas, tallaban piedras con forma de hongo o cultivaban amapolas junto a sus aldeas? Tal vez nos recordarían que el verdadero poder de estas plantas no está en la evasión ni en la moda, sino en la posibilidad de abrir caminos hacia la trascendencia, la salud y la comunidad.

Las plantas de poder fueron, y siguen siendo, herramientas culturales, espirituales y médicas. La arqueología demuestra que nunca constituyeron un “problema social” en sí mismas; el problema aparece cuando se descontextualizan, se usan sin respeto ni guía o se reducen a mercancía para el entretenimiento o el negocio del wellness.

Hoy, en pleno siglo XXI, cuando la ciencia vuelve a estudiar los efectos de la psilocibina, el MDMA o la ibogaína, conviene recordar que no estamos inventando nada. Estamos retomando un conocimiento milenario que nuestros antepasados supieron custodiar.

El uso de estas sustancias continuará, más allá de su estatus legal. Lo que sí está en nuestras manos es decidir cómo hacerlo. ¿De forma aislada y consumista o con propósito y respeto? En esa respuesta se juega buena parte del futuro de la psiquiatría y, quizá también, la posibilidad de reconciliarnos con nuestras raíces más profundas.

Me encantaría conocer tus dudas o experiencias relacionadas con este tema. Sigamos dialogando; puedes escribirme a dra.carmen.amezcua@gmail.com o contactarme en Instagram en @dra.carmenamezcua.

admin