No pereceremos por callar, sino por repetir sin pensar

Esta nueva entrega complementa el artículo “¿De verdad crece la ciencia?: Del conocimiento al fetiche de la publicación” (1), donde se examinan los síntomas visibles del régimen de publicación académica: la inflación de artículos, las distorsiones del hiperprestigio, el fetichismo de la visibilidad y la transformación de la cita en refcoin, esa moneda simbólica que circula sin siempre aportar valor real. En esta ocasión se propone una lectura genealógica. Es decir, no se trata de una historia cronológica, sino de analizar las ideas, prácticas y dispositivos que hicieron posible —y naturalizaron— la consigna “publicar o perecer”. Más allá de considerarla una advertencia circunstancial, queda como una expresión duradera de un régimen que articula saber, poder y reconocimiento.

La historia de esta consigna no es un rasgo folklórico de las universidades modernas, sino la parte visible de una lógica que ha moldeado la ciencia contemporánea. En ella se entrelazan la expansión de la ciencia profesional, la mercantilización del prestigio académico y la instauración de una cultura de competencia permanente. Esta lógica no necesariamente mejora el conocimiento. Sin embargo, organiza el campo y determina: quién entra, quién permanece, quién desaparece del campo científico.

La frase comenzó a circular en las universidades anglosajonas durante el primer tercio del siglo XX. En ese periodo, la ciencia dejó de ser una práctica elitista o individual para convertirse en una empresa institucionalizada, jerárquica y cada vez más dependiente del financiamiento externo. Con la expansión de la investigación universitaria en Estados Unidos —primero bajo el influjo de la Guerra Fría y, más tarde, con el modelo de universidad‑empresa— surgió la necesidad de distinguir entre quienes generaban resultados “útiles” y quienes no. Publicar se convirtió así en una forma de demostrar productividad, lealtad institucional y pertenencia científica; pero también en un mecanismo de exclusión, al trazar fronteras y establecer jerarquías.

Lo que inició como una práctica funcional se convirtió con el tiempo en norma. Con la consolidación de los sistemas de evaluación académica, publicar dejó de ser simplemente un medio para compartir hallazgos. En muchas disciplinas, se ha convertido en un umbral de legitimidad institucional, una condición para permanecer en el campo y ser reconocido como integrante pleno. Las y los investigadores dejaron de ser sabios solitarios para transformarse en agentes evaluables en una carrera de legitimación continua. La consigna “publicar o perecer” cambió así de principio pragmático a mandato estructural. Y lo más revelador: fue aceptada e interiorizada incluso por quienes la padecían.

Es aquí donde emerge lo que podríamos llamar “la antropofagia académica”. No se publica solo para comunicar, sino para ocupar un espacio antes de que otro lo haga. Se cita para marcar territorio, se revisa para custodiar la pureza del campo, se rechaza para mantener la escasez simbólica del reconocimiento. Incluso las formas legítimas de confrontación, como las cartas al editor —que deberían alimentar el debate crítico— se han vuelto, con frecuencia, espacios de encono personal más que de esclarecimiento colectivo. Publicar se convierte en una forma de devorar al otro, no en un gesto de diálogo. Con ello se reproduce una cultura donde la acumulación sustituye al juicio y la visibilidad reemplaza al compromiso. En ese contexto, también el lector —ese sujeto curioso, crítico, atento— ha sido desplazado. Escribir, más que comunicar, se ha vuelto un acto de responder a la lógica algorítmica de visibilidad que hoy condiciona muchas formas de circulación científica, al editor, al índice H, pero no al lector.

Sin embargo, este régimen no es absoluto. En las últimas décadas han surgido fisuras, tensiones y formas de resistencia que abren espacios de posibilidad. Desde el Sur global, existen iniciativas que han mostrado que es posible construir un ecosistema editorial robusto con principios de acceso abierto, revisión ética y pertinencia social (2). No son soluciones totales, pero pueden considerarse alternativas viables que sostienen la bibliodiversidad como valor epistémico.

También se multiplican experiencias formativas que invitan a pensar la ciencia desde otras coordenadas. En lugar de formar reproductores de formato, se apuesta por formar sujetos críticos: conscientes de la historia del sistema, de sus sesgos y de sus límites. La inclusión de seminarios sobre epistemología crítica, escritura situada y justicia cognitiva en varios programas de posgrado señala una transformación incipiente (3,4). En estos espacios, publicar no es solo alcanzar un objetivo, sino intervenir en una conversación que exige contexto, sentido y responsabilidad. Sin desconocer los aportes del arbitraje por pares y la función histórica de las revistas científicas, es necesario repensar la lógica que convierte estos mecanismos en fines por sí mismos

No se trata de abolir la publicación científica ni de despreciar las revistas, sino de desmontar la soberanía que han asumido como únicas mediadoras del valor. Publicar debe volver a ser un medio, no un fin; una apertura, no un blindaje. Para ello, hacen falta cambios institucionales —en evaluación, formatos y financiamiento—, pero también culturales: formas distintas de valorar, de enseñar, de escribir y de intervenir. Transformar el campo implica también fortalecer infraestructuras públicas y cooperativas de circulación del conocimiento, no subordinadas a los rankings globales. Pero más urgente aún es recuperar el sentido: escribir para alguien, desde algún lugar, por alguna razón.

¿Qué sentido tiene el conocimiento que no se interroga por su lugar en el mundo?

En el régimen actual, escribir se ha convertido en un ejercicio de especulación institucional. Si quieres que te publiquen, diriges el texto buscando la aprobación de los editores y revisores. Si quieres mejorar tu propuesta, tiras alto (revistas con rechazo de 95%) y cruzas los dedos esperando buenos comentarios y que no te bateen a la primera. Si solo quieres sumar puntos, escribes para el algoritmo. Y si aún crees que importa el lector, cuesta saber quién es y dónde está. La figura del lector —ese sujeto atento, curioso, crítico— ha sido desdibujada por la lógica de la evaluación, las plataformas digitales y el fetichismo de la visibilidad. Se escribe mucho, se circula más, pero se dialoga poco.

Publicar, en este marco, ya no es simplemente indexar. Es preguntarse: ¿para quién escribimos?, ¿con quiénes?, ¿desde dónde? En tiempos de crisis climática, sanitaria y democrática, no basta con publicar. Hay que hacerlo con sentido.

No se trata de oponer un Sur virtuoso a un Norte homogéneo. Se trata de reconocer que muchas formas de producir conocimiento —frecuentemente asociadas a posiciones periféricas, tanto geográficas como epistémicas— han sido históricamente marginadas, pero hoy reclaman visibilidad. El reto consiste en disolver el privilegio de un régimen único de reconocimiento. Abrir canales de reciprocidad, traducción y diálogo entre saberes que han sido jerarquizados.

Repensar la publicación científica es también repensar la escritura. Si la ciencia quiere recuperar su vocación transformadora, necesita volver a mirar el mundo desde abajo y desde cerca: no solo desde laboratorios, sino desde comunidades, territorios, memorias, historias, trayectorias y cuerpos. Ya no se trata de publicar lo suficiente, sino de preguntarnos si lo que publicamos importa fuera de nosotros mismos.

Pensar más allá del mandato

La consigna “publicar o perecer” sobrevive no porque sea justa, sino porque encarna una idea de éxito cuantificable. Pero no se observa nada natural en ese mandato. Se trata de una construcción técnica, histórica y política. Y como tal, puede ser desarmada, desplazada y transformada. Criticarla no implica renunciar a publicar, sino recuperar su sentido como gesto comunicativo y colectivo. No toda ciencia cabe en un artículo; no toda verdad necesita ser indexada para tener valor. Hoy, más que nunca, publicar debe ser un acto ético y maduro.

No se trata de abandonar la ciencia ni de despreciar la publicación. Se trata de reorientar su brújula. Pensar menos en el algoritmo y más en el lector, no quedarse en el índice y pasar al contexto; se pretende dejar la repetición y desarrollar al pensamiento. Porque el conocimiento, si quiere seguir siendo vital, necesita volver a preguntarse no solo cómo se publica, sino para qué —y para quién.

Referencias

Lozano R. ¿De verdad crece la ciencia?: Del conocimiento al fetiche de la publicación. Junio 7, 2025. El Economista

De Sousa Santos B. Epistemologías del Sur. Madrid: Akal; 2014.

Carlino P. Escribir, leer y aprender en la universidad. Buenos Aires: FCE; 2005.

Castellanos Moya F. La escritura académica situada como práctica crítica. Rev. Educa. 2020.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

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