Más sobre la desigualdad

“La desigualdad de riqueza provoca una dispersión de la riqueza para todo”. Nassim Nicholas Taleb.

Los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) levantada en 2024 por el INEGI han generado una serie de discusiones de diversa profundidad, destacando la persistencia de la desigualdad en nuestro país y motivando la presentación de propuestas para enfrentar este fenómeno.

Un punto de partida fundamental es reconocer que la desigualdad, especialmente cuando alcanza niveles extremos, no es únicamente un problema de justicia social, sino también de viabilidad económica. Al analizar los datos, observamos que probablemente más de la mitad de la población enfrenta serias dificultades para acceder a una canasta básica de bienes y servicios. Al mismo tiempo, sabemos que el consumo privado de los hogares representa alrededor del 70% del Producto Interno Bruto. Esto nos lleva a entender que la desigualdad constituye simultáneamente un reto y una oportunidad.

Es un reto porque, como lo muestra la última ENIGH, los bajos niveles de consumo están asociados con precariedades en ámbitos fundamentales para el desarrollo económico y la movilidad social, como son la educación y la salud. Pero también es una oportunidad, porque si se logra incrementar la capacidad de consumo de los hogares de menores ingresos —y ese aumento se acompaña de mejoras en la productividad nacional— ello necesariamente tendrá un efecto positivo sobre el crecimiento económico.

Estas discusiones suelen abordarse desde distintos ángulos, aunque con frecuencia de manera simplista. Uno de los argumentos más recurrentes es la necesidad de una reforma fiscal que aumente los impuestos a los hogares de mayores ingresos para financiar transferencias directas a los de menores recursos. Sin embargo, en la práctica, este enfoque enfrenta obstáculos importantes.

En algunos países, la tasa de impuesto sobre la renta de las personas de mayores ingresos supera el 50%, pero se trata de economías con servicios públicos eficientes en transporte, salud y seguridad social. Esa calidad en los servicios justifica, en cierto sentido, los altos

niveles impositivos, ya que evita que los hogares deban destinar parte de su gasto privado a cubrir esas necesidades.

En contraste, en países como México, donde persisten debilidades en los sistemas públicos de transporte, salud y seguridad, existe una resistencia justificada a pensar que un incremento en las tasas impositivas generará beneficios tangibles para los hogares de menor ingreso o mejorará de manera significativa los factores que favorecen la movilidad social.

Otro tema recurrente en la agenda es el salario mínimo. Las discusiones al respecto han cambiado en México en los últimos años: los aumentos sostenidos durante seis años demostraron que no generaron presiones inflacionarias directas y sí lograron mejorar de manera notable los ingresos de algunos de los hogares más pobres. Sin embargo, conviene recordar que el incremento al salario mínimo no es un mecanismo de viabilidad permanente y, además, enfrenta limitaciones estructurales. Una de ellas es la elevada informalidad laboral: alrededor del 60% de la masa salarial proviene de la economía informal, sector en el cual los ajustes salariales oficiales no se aplican de manera automática.

Por ello, se requieren soluciones integrales de carácter estructural que incluyan la construcción de un mercado laboral más formal, con mejores salarios y mayores niveles de productividad. Hoy México se encuentra en la disyuntiva de aprovechar las oportunidades de crecimiento derivadas de la expansión de sectores estratégicos, como la manufactura avanzada y ciertas industrias tecnológicas, para impulsar mejoras en la estructura del empleo y en la calidad salarial.

Abatir los elevados niveles de desigualdad es fundamental, pero debe hacerse desde una perspectiva integral que asegure un crecimiento sostenible en las próximas décadas, reconociendo además los riesgos inherentes a la transición demográfica que enfrenta el país.

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