Los maestros del Papa Francisco
En estos días se ha hablado mucho del Papa Francisco y su legado. No es raro que un obispo de Roma despierte opiniones encontradas, ni que reciba etiquetas que van de “comunista” a “reaccionario infiltrado”. Es normal que se le quiera colocar en algún lugar entre la izquierda y la derecha. Sin embargo, estas categorías políticas, útiles pero limitadas, no alcanzan a comprender a un líder cuya tradición espiritual antecede a los ismos modernos.
Parte del problema es que, en nuestra época, tendemos a separar lo religioso de lo secular, como si el cristianismo fuera un telón de fondo idéntico para todos los papas y lo único que realmente importara de ellos fueran sus posturas políticas. Pero Francisco no se entiende desde esa división. Para comprenderlo, hay que ir a sus fuentes: Nazaret, Loyola, Asís.
La tradición de Francisco está, ante todo, en los evangelios. Como ocurre con muchos cristianos, sus intuiciones más hondas sobre el mundo, lo divino y uno mismo nacen de leer la propia vida a la luz de los textos sagrados. Gestos e ideas clave se enraízan ahí, así que para comprender las suyas, hay que volver a la Galilea de hace dos mil años.
Aquí tal vez sea necesario precisar que el cristianismo no es un compendio de lecciones morales ni un manual de conducta, sino la convicción de que lo divino y lo humano se fundieron en una vida concreta.
Esta convicción —que lo divino se encarnó en lo humano— ha tenido consecuencias sociales y políticas profundas. Lo bueno, lo puro y lo sagrado se redefinieron. Asistir a enfermos, visitar presos, amar enemigos, no son reglas: son frutos de esa intuición. Si se quieren entender los gestos y discursos del Papa —como dejar flores en la frontera de Ciudad Juárez o hablar de migrantes muertos—, hay que empezar por ahí. Para un especialista en migración y seguridad fronteriza puede parecer ingenuo; para Francisco, era una afirmación de que la dignidad humana no reconoce fronteras, algo en lo que no se separó de Juan Pablo II, por ejemplo.
Precisamente porque el cristianismo está lejos de ser una lista de normas, ha generado una tradición de múltiples acentos sobre sus intuiciones centrales. Algunos se han consolidado en escuelas espirituales y maestros notables. Francisco —Bergoglio— dejó ver dos influencias claras: Loyola y Asís.
Francisco fue el primer Papa jesuita. Formado en la Compañía de Jesús —fundada por Ignacio de Loyola en pleno siglo XVI—, heredó una espiritualidad nacida en tiempos convulsos: un mundo más ancho, más comunicable, una Iglesia fracturada y una modernidad en ciernes.
Sin entrar en detalles, basta decir que de Ignacio aprendió a leer cada contexto —tiempos, lugares y personas— como espacio sagrado y terreno de misión. De ahí su capacidad para adaptarse y acercarse a realidades distintas.
Tomar la ciencia como herramienta para abordar el cambio climático es muy propio de nuestro tiempo, pero además usarla como recurso pastoral tiene un aire profundamente jesuítico. Me recuerda el trabajo cartográfico de Eusebio Kino, que ayudó a entender los contornos de la Baja California a fines del siglo XVII.
En segundo lugar, llamarse Francisco fue una declaración teológica. En ochocientos años ningún Papa lo había hecho. Francisco de Asís —a menudo considerado “el otro Cristo”— no es un nombre que se tome a la ligera y el asunto es más importante de lo que parece.
Aun sin romper con la Iglesia, Francisco de Asís fue una crítica viva de su opulencia en una Europa donde comenzaban a florecer el comercio, la banca y la acumulación. Eligió la pobreza radical cuando todo empezaba a valorar el excedente.
Chesterton escribió que Francisco “era un hombre que no quería separar las ramas del bosque, […] no llamaba madre a la naturaleza; llamaba hermano a un burro”. Su mística era concreta, no vaporosa. De ahí se nutrió también la visión del Papa sobre un mundo específico, no de contornos borrosos.
El legado de Francisco se nutre del poverello de Asís, no de Soros, la ONU o el Foro de Sao Paulo. Por eso sus dos encíclicas más importantes —Laudato Si y Fratelli Tutti— abren con referencias a él. Su voz tenía eco porque hablaba de lo humano universal, como líder de una Iglesia que se dice católica.
En Laudato Si, sobre el cuidado de la casa común, Francisco hace un llamado al cuidado del medio ambiente: “El desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar […] Todos podemos colaborar como instrumentos de Dios para el cuidado de la creación, cada uno desde su cultura, su experiencia, sus iniciativas y sus capacidades.”
Por otra parte, en Fratelli Tutti, el Papa convoca a una fraternidad humana que supere las barreras geográficas y espaciales: “Entrego esta encíclica social como un humilde aporte a la reflexión para que, frente a diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras”.
En Bogotá, en 2017, dijo a los jóvenes: “La cultura del encuentro no es pensar, vivir ni reaccionar todos del mismo modo, sino saber que más allá de nuestras diferencias, somos todos parte de algo grande que nos une y nos trasciende”. Esa frase resume bien su pontificado: unidad sin uniformidad, dignidad sin condiciones.
No cabe duda de que Francisco fracasó en muchas tareas que siguen pendientes de ordenar al interior de la iglesia católica y en estos días se hablará bastante de ello. Para muchos, su legado es poco más que buenas intenciones y símbolos emocionantes. Para otros, resulta nefasto que un Papa hable de sociedades que no descarten a nadie.
Personalmente, como católico y profesionista, viendo que el diálogo social está cada vez más resquebrajado, no me molesta en lo más mínimo un Papa que le hablara a todos, que dejara siempre en evidencia su gusto por el futbol e hiciera gestos de cercanía. Después de todo no fue más que un hombre que hizo lo que pudo con los maestros que tuvo.