Los drones del crimen y la necesidad de modernizar los sistemas de seguridad

El ataque de ayer con un dron explosivo contra la Fiscalía de Baja California en Tijuana, a unos metros de la frontera con Estados Unidos, confirmó que el crimen organizado ya utiliza el aire. El artefacto, cargado con clavos y pedazos de metal, dañó varios vehículos y provocó pánico entre los empleados. No hubo muertos ni heridos, pero el mensaje fue claro: los criminales ya no necesitan fusiles ni granadas para desafiar al Estado, sino un dron barato y un poco de pólvora.

La fiscal de Baja California, María Elena Andrade, reconoció que detrás del ataque está un poderoso grupo criminal, aunque evitó decir su nombre. Sin embargo, por su historial de atentados similares con drones en Michoacán, Guanajuato y Zacatecas, todo apunta al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), que ha perfeccionado el uso de explosivos aéreos como herramienta de terror y control territorial. Horas después, el Consulado de EU en Tijuana emitió una alerta de seguridad, señal de que el episodio fue tomado muy en serio al otro lado de la frontera.

No es el primer ataque aéreo con drones, pero por su ubicación sí el más simbólico: Tijuana, ciudad vigilada como pocas. Los cárteles han pasado de usar estos artefactos para vigilar a la policía o transportar droga, a convertirlos en armas improvisadas cargadas con clavos, balines y pólvora. Para hacerlo no necesitan más que un taller, una batería, conexión a internet y poco dinero. Un dron hobby/FPV (First Person View) básico cuesta entre 100 y 300 dólares, mientras que un equipo FPV/prosumer funcional para ataque o vigilancia vale típicamente entre 600 y 2,000, con un costo representativo de 800. Además, es muy fácil adquirirlos.

El gobierno federal ha reaccionado con una estrategia defensiva que combina tecnología y cooperación internacional. La Secretaría de la Defensa ha desplegado drones armados, equipos de interferencia y sistemas capaces de atrapar aeronaves en vuelo. También ha adquirido tecnologías con inteligencia artificial para detectarlos y neutralizarlos. A ello se suma la obligación de registrar los drones civiles y el intercambio de información con agencias estadounidenses que patrullan el cielo fronterizo.

Pero, como casi siempre, la tecnología llega tarde y en dosis pequeñas. Los criminales innovan más rápido: adquieren modelos de fibra óptica y FPV de alto desempeño —los mismos usados en guerras como la de Ucrania— y cuentan con operadores entrenados dentro y fuera del país. Algunos son exmilitares o expolicías expertos en explosivos; otros, jóvenes técnicos o gamers reclutados por su habilidad para pilotear drones FPV usando visores que muestran en tiempo real lo que ve el dron. También hay señales de asesoría extranjera: tácticas y diseños que replican los vistos en Medio Oriente y Europa del Este, difundidos por Internet o a través del mercado negro.

Aun así, México tiene margen para actuar: fortalecer la inteligencia tecnológica, invertir en ciberdefensa y crear una unidad nacional antidrones con personal civil y militar especializado puede marcar la diferencia. Con cooperación internacional, innovación local y una estrategia sostenida, el gobierno podría mantener el control del espacio aéreo y transformar esta amenaza en oportunidad para modernizar sus sistemas de seguridad.

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