Lo que se pueda
El reloj arancelario sigue corriendo. Amenaza un fin de semana decisivo para el sistema de comercio mundial. El 1 de agosto es la fecha límite que Donald Trump impuso para aplicar nuevos aranceles, y aunque el espectro de más y mayores disrupciones al comercial global es real, los primeros acuerdos empiezan a materializarse: con Japón, con Indonesia, con Filipinas y, hace unos días, y de forma particularmente significativa, con la Unión Europea (UE).
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, no pudo ser más clara: “Es lo mejor que pudimos conseguir”. Se hizo lo que se pudo y no fue poca cosa. La UE aceptó un arancel del 15 %, más alto que el 10 % que aspiraban negociar, pero más bajo que el 30 % que Trump amenazó imponer. Además, Bruselas se comprometió a canalizar 600 mil millones de dólares en inversiones y compras de productos estadounidenses, que incluyen 750 mil millones en gas natural licuado y combustible nuclear durante los siguientes tres años.
En la práctica, lo que Trump exige a sus socios comerciales es una “cuota” de compras como condición para evitar los aranceles. El modelo parece estar funcionando. La amenaza de castigo ha resultado efectiva. Y aunque los términos son onerosos, muchos países han optado por negociar antes que tener una confrontación directa. El riesgo natural es que, si estos compromisos de compras e inversiones tan ambiciosos no se materializan, el incumplimiento sirva como pretexto para desmantelar los acuerdos.
Un factsheet reciente de la Casa Blanca en el que se detallan los aranceles que supuestamente entrarían en vigor el 1 de agosto, describe a Trump como “el mejor negociador comercial de la historia”. Según ese documento, su estrategia busca corregir los desequilibrios sistémicos de los acuerdos anteriores, que durante décadas habrían favorecido a los socios de Estados Unidos.
Conviene repetirlo con claridad: el argumento trumpista no se sostiene. Que un país tenga un superávit comercial frente a otro no implica trampa ni abuso; simplemente refleja ventajas competitivas y patrones de consumo. Presentarlo como una estafa sistemática es una distorsión populista diseñada para justificar medidas punitivas.
La política comercial estadounidense se rige por la lógica del más fuerte. Desde mi perspectiva, el acuerdo con la UE revela que Trump quizás no busca rehacer por completo la arquitectura del comercio global ni traer de vuelta absolutamente toda la producción a Estados Unidos, algo que es inviable. Lo que busca es seleccionar sectores estratégicos, imponer condiciones más ventajosas y maximizar los ingresos por aranceles.
Con todo, el desastre arancelario nos deja atrapados en la ambigüedad. Los detalles de los acuerdos son escasos y en algunos casos ni siquiera se ha publicado un resumen oficial de pactos anunciados hace semanas. La opacidad no es un accidente, es parte del método.
Y en este escenario de “lo que se puede”, el caso de la Unión Europea ofrece una lección para México. Porque ese “trato preferencial” que han prometido la presidenta Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard con Estados Unidos podría terminar siendo, también, lo que se pueda. No necesariamente lo que se quiera. Y mucho menos lo que se necesite.
Es cierto que México y Canadá están en una posición distinta por ser socios del T-MEC. Aun así, para los productos no cubiertos por las reglas del tratado, podrían enfrentar aranceles similares a los de Japón o la UE. El verdadero reto estructural, sin embargo, no está en los aranceles de agosto, sino en la revisión del T-MEC en 2026. Si se reabren capítulos clave, como el automotriz, y la revisión desemboca en una renegociación, el panorama podría volverse aún más cuesta arriba para el país.