Lo que no se ve no se cura. Urge ver

Si no soy para mí, ¿quién lo será?

Si solo soy para mí, ¿qué soy?

Y si no es ahora, ¿cuándo?

Hillel, el viejo. Ética de los padres. 1:14.

Acomodarse en la inercia de la cotidianeidad es natural, aunque afrontemos realidades intolerables, espacios indignos y la falta de respeto por nosotros mismos que tanto atormenta cuando somos infieles a nuestros valores y a la comprensión que tenemos del mundo. Porque aceptar lo inaceptable es difícil y más ante el compromiso que surge al interior cuando miramos de frente la verdad.

De lo personal y las relaciones de pareja, hasta la violencia que optamos no ver y que mancha a nuestro país y al mundo, la tendencia por normalizar el mal va en aumento. Una decisión nefasta, que nos vuelve inmunes a la desgracia ajena e incluso a la propia, con la sola acción de hacernos de la vista gorda, voltear hacia otro lado o seguir con el scrolling, para que el abismo digital nos conecte con todo, menos con lo que tendríamos ver.

Lo curioso es que la realidad siempre nos encuentra y el golpe que recibimos cuando negamos un problema es proporcional a su gravedad. Quizá esto explique el porqué de las situaciones que se desbordan y nos rebasan, como el “repentino” desencadenamiento de las guerras y el terrorismo y por el otro lado, la emergencia los movimientos sociales, representantes del hartazgo de los que despiertan y viven determinados a manifestarse en contra de la injusticia, cueste lo que cueste.

El México hoy es el resultado de lo que no quisimos ver: un país que lejos de avanzar y ofrecer dignidad y un estado de derecho a sus ciudadanos, retrocede y abriga la muerte, normalizándola. Los hechos hablan, pero también el enojo ciudadano que se debilita con el peso de las urgencias día a día y la poca voluntad del Estado para que las cosas cambien: hace diez años el feminicidio, que implica la muerte violenta de una mujer por el sólo hecho de serlo, le quitaba la vida a entre seis y siete mujeres cada día. Hoy se lleva a más de veinte. Lo mismo que las disputas de los cárteles que matan a miles, sin olvidar, por supuesto, el negocio de la trata, donde el crimen organizado ha llegado a usar las redes para reclutar a jóvenes con promesas amorosas y ofertas de trabajo para después forzarlos y forzarlas a delinquir, matar o prostituirse sin saber que, de negarse, acabarán despedazados en una de las tantísimas fosas clandestinas que hacen de nuestro suelo un cementerio anónimo, sin lápidas y lleno de impunidad.

En estos tiempos donde el autocuidado y autorrealización están tan de moda, bien vale salir de nuestra zona de confort y mirar las fotos del entierro del productor y líder limonero michoacano Bernardo Bravo, una historia repetida y una escena que, a pesar de su triste familiaridad, no puede dejar de oprimirnos el corazón, pues nadie debería estar preparado ni aceptar la muerte a balazos de un padre de familia de 40 años y mucho menos la despedida de su hijo, huérfano a los 8 años, besando sus restos en el último adiós.

Salir del letargo y exigir un alto a asaltos como el del que fue víctima el alcalde electo de Veracruz cuando llevaba ayuda a los afectados del municipio del Álamo, la extorsión que sucede en plena luz del día en una buena parte de municipios del Estado de México y denunciar la violencia policial que mato a un aficionado del Cruz Azul después de un partido en el estadio de la UNAM, es algo que ya no podemos retrasar.

Debemos hacerlo porque no todo está perdido. Los casos de la ciudad de Bogotá, que entre 1995 y 2013 bajo en su tasa de homicidios en un 70%, Medellín que la redujo en un 85% entre 2002 y 2014 o Singapur que venció la violencia y la corrupción y hoy es uno de los países más seguros del mundo, nos enseñan que el cambio es posible.

Educar en la cultura de la honestidad siempre ayuda, pero lo que más necesitamos hoy son voces hartas y ejemplos de voluntad y valentía.

No bajemos la guardia. Bien vale el intento.

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