León XIV y Chiclayo

Cuando el humo blanco se alzó sobre la Capilla Sixtina y el mundo escuchó el nombre de León XIV, muchos nos lanzamos rápidamente a buscar información sobre quién era este nuevo Papa, sin embargo, para los fieles de Chiclayo, Perú, no fue necesaria ninguna búsqueda: lo conocían muy bien. Durante casi veinte años, Robert Francis Prevost vivió y sirvió entre ellos como misionero agustino, párroco, obispo y amigo. Y fue precisamente en esa tierra cálida del norte peruano donde se forjó el carácter pastoral del hombre que ahora guía a la Iglesia Universal. Quiero dedicar las siguientes líneas a narrar algunas de las anécdotas más significativas de su paso por aquellas tierras para entender mejor el carácter apostólico del nuevo Sumo Pontífice.

Una de las imágenes más entrañables que conservan de él los chiclayanos es la de un obispo que no tenía miedo de caminar bajo el sol ardiente para visitar comunidades rurales olvidadas. No eran visitas protocolares: llevaba su Biblia, a veces una guitarra, y siempre una sonrisa sencilla que traspasaba las barreras del idioma y la jerarquía. En el distrito de Oyotún, por ejemplo, se cuenta cómo ayudó personalmente a reconstruir la capilla local tras una fuerte lluvia. “No vino a bendecir las piedras; vino a cargar ladrillos con nosotros”, recuerdan los campesinos de la zona.

Su capacidad de escucha fue otra de sus marcas. Durante el tiempo como obispo de Chiclayo, se dedicaba los lunes exclusivamente a atender personalmente a cualquier persona que quisiera hablar con él. No importaba si era un joven confundido, una madre preocupada o un sacerdote en crisis. Su despacho era un espacio de consuelo y diálogo. Una religiosa que trabajó cerca de él recordaba: “No daba respuestas rápidas. Se tomaba el tiempo para conocerte, para orar contigo, para caminar contigo”.

Pero más allá de los gestos pastorales, Robert Prevost también supo ser un renovador con sensibilidad. En Chiclayo, impulsó la formación del clero, priorizó la pastoral juvenil, y promovió espacios de encuentro entre comunidades urbanas y rurales. Su amor por la justicia no era abstracto pues en 2007, cuando una comunidad campesina fue amenazada por intereses económicos que pretendían apropiarse de sus tierras, Prevost no dudó en respaldarlos públicamente. No lo hizo desde una ideología, sino desde el Evangelio. “La Iglesia no puede callar cuando la dignidad humana está en juego”, dijo entonces, en una homilía.

También era conocido por su sentido del humor y humildad. A menudo se le veía en bicicleta, recorriendo las calles de Chiclayo sin escolta. En una ocasión, al ver que una señora lo reconocía y corría a besarle el anillo episcopal, él se río y le dijo: “Guárdese ese cariño para su nieto. A mí me basta con un abrazo”. Ese estilo directo, cercano y sin pretensiones es el mismo que mostró al aparecer por primera vez como Papa: sin capa, sin gestos grandilocuentes, con una bendición serena que parecía decir “estoy aquí para servir”.

Cada domingo, los fieles acudían a escuchar su homilía, pero también a sentir la cercanía del padre que nunca dejó de trabajar codo a codo con ellos: organizaba actividades, limpiaba los alrededores y se sentaba a compartir la comida con las familias. Una vez, al ser preguntado por qué se empeñaba tanto en las tareas más humildes, respondió con una sonrisa: “El corazón de la parroquia se forja no en los altares, sino en las manos que trabajan y se entregan”.

Cuando eligió el nombre de León XIV, muchos interpretaron una alusión a la fortaleza y la claridad doctrinal. Pero los que lo conocieron en Chiclayo entienden que detrás de ese nombre hay también una historia personal: un homenaje a San León Magno, sí, pero también un símbolo del coraje manso con que vivió su misión en una tierra donde la Iglesia no siempre tiene todas las respuestas, pero sí puede ofrecer cercanía, misericordia y verdad.

Hoy, mientras asume la más alta responsabilidad de la Iglesia, León XIV lleva en su interior el polvo de los caminos del norte peruano, el calor de las plazas de Chiclayo y el eco de las voces sencillas que, sin saberlo, formaron a un Papa. Su pontificado comienza con una promesa silenciosa: la de una Iglesia que no olvida sus periferias, porque fue en ellas donde encontró su alma.

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