Las modas virales y la identidad digital que ya no controlamos
<![CDATA[
En los últimos días, las redes sociales se llenaron de versiones “Ghibli” de usuarios comunes y celebridades por igual. Una Chat GPT toma tu fotografía, la adapta al estilo de animación japonesa y genera una imagen encantadora, nostálgica y perfectamente compartible. O ahora, la realización de una figura de acción en 3D, que también ha ganado mucha aceptación entre los usuarios. En paralelo, las voces críticas no tardaron en aparecer: “Estás regalando tus datos faciales a una IA”. “No sabes a qué se va a destinar esa imagen”. “Podrían hacer un deepfake tuyo”.
El miedo tiene una base válida. Pero también refleja una contradicción. Porque, si somos honestos, no necesitamos ninguna aplicación mágica para entregar nuestra identidad digital: hace años que subimos fotos, videos, selfies, reels y hasta escaneamos nuestra cara para desbloquear un filtro en diferentes redes sociales como TikTok o Instagram, entre otras. Sin embargo, nos preocupa una aplicación puntual que nos pide una imagen, pero no cuestionamos el sistema en el que cada una de nuestras expresiones faciales ya forma parte del combustible que alimenta a los algoritmos. Hace una década, la identidad era física, tangible. Hoy, cualquier persona con acceso a tus redes puede construir una imagen digital de otra, a veces más completa que la que conocen tus colegas o vecinos, solo con lo que cada uno ha decidido compartir: cumpleaños, viajes, reacciones, opiniones, vínculos, hábitos de consumo, tipo de cuerpo, orientación sexual, decisiones políticas, humor y, por supuesto, tu cara desde todos los ángulos posibles. Las grandes plataformas sociales como Meta, TikTok, Google, entre otras, no son gratuitas. Y esto no es algo nuevo, cualquier plataforma social que sea “gratis”, el producto es el usuario. Y no cualquier dato: con nuestros rostros, emociones, gestos, patrones de movimiento, ubicación geográfica, ritmo de navegación y frecuencia de uso. Cada uno de estos elementos se convierte en una pieza del rompecabezas que define qué vemos, qué nos ofrecen, qué se nos oculta y qué se nos repite una y otra vez hasta que creemos que lo elegimos. En este contexto, preocuparse únicamente porque Chat GPT convierta nuestra cara en anime o una figura de acción entre otras variantes, es en el mejor de los casos, ingenuo, y en el peor, un desvío del verdadero problema: nuestra identidad digital ya está siendo utilizada, analizada y monetizada por cientos de actores que ni siquiera imaginamos. Dicho en otras palabras, realizar esta es una acción más, entre otras, en las que una persona regala sus datos personales en la red. ¿Por qué nos alarmamos solo en ciertos casos? Porque sentimos que “ceder” una foto a una app que no conocemos genera desconfianza. Pero esa desconfianza rara vez se aplica a las plataformas que usamos a diario, aunque su historial esté repleto de filtraciones, mal uso de datos y escándalos de privacidad. Es una especie de privacidad selectiva: nos preocupamos por el árbol (Chat GPT) y no por el bosque (el ecosistema digital en el que vivimos). Por ejemplo, un reporte de Bitdefender de 2024, es decir, un reporte de hace un año muestra que, aunque el 78% de los usuarios globales realiza transacciones sensibles desde su dispositivo móvil, el 45% no utiliza ninguna solución de seguridad móvil para proteger su información o el tráfico de datos. Esto indica una brecha crítica entre la preocupación y la acción, un patrón que también se replica en América Latina. Dicho en otras palabras, decimos que nos importa, pero no actuamos en consecuencia. Y eso deja una puerta abierta para que las grandes tecnológicas sigan recolectando nuestro yo digital con mínima resistencia. Lo que comenzó como entretenimiento ya se convirtió en una fuente de datos biométricos a escala global. No hablamos de un futuro distópico: ya hay gobiernos y empresas que utilizan reconocimiento facial con fines de seguridad, control o segmentación de mercados. Lo que subimos hoy con alegría puede, en manos equivocadas, usarse en contextos que jamás imaginamos.
¿Quién desarrolló esta aplicación? ¿Qué acceso le estoy dando? ¿Puedo revocar el permiso que le otorgué? ¿Dónde quedarán almacenados estos datos? ¿Por cuánto tiempo? ¿Esto que estoy compartiendo dice más de mí de lo que quisiera mostrar?
De cara hacia el futuro, no se trata de volvernos paranoicos ni de cortar toda relación con el mundo digital. Pero sí de comprender el valor real de nuestra identidad en este ecosistema y empezar a actuar en consecuencia. Algunas preguntas que podemos hacernos antes de subir una imagen, usar un filtro o seguir una moda viral: La solución no es individual, pero sí empieza por una toma de conciencia personal. En paralelo, necesitamos mayor regulación, transparencia obligatoria en los términos de uso y una alfabetización digital que incluya desde la infancia nociones básicas sobre identidad digital, consentimiento, huella online y vigilancia algorítmica. No hace falta caer en el alarmismo. Pero sí es urgente dejar de mirar con ingenuidad nuestra participación en el mundo digital. Hoy, nuestros rostros, gestos y emociones ya no son solo parte de nuestra intimidad: son recursos valiosos para empresas, gobiernos y modelos de inteligencia artificial. _____ Nota del editor: Matías Carrocera es experto en liderazgo, capital humano y visión empresarial, con una trayectoria destacada en el desarrollo de estrategias innovadoras. Síguelo en LinkedIn. Las opiniones expresadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor. Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión
]]>