Las Mentiras que cantábamos

Las Mentiras que cantábamos

Después de una semana especialmente densa de trabajo clínico, decidí darme un respiro y me senté a ver algo ligero en la televisión. En Prime Video apareció la nueva serie Mentiras, basada en aquel exitoso musical del mismo nombre que homenajea a las grandes baladas ochenteras de México. Lo que comenzó como una simple búsqueda de entretenimiento terminó por sacudirme emocionalmente.

Me sorprendí tarareando de nuevo todas esas canciones que me sé de memoria. Amanda Miguel, Daniela Romo, Yuri, Emmanuel, Mijares… voces que acompañaron mi infancia y adolescencia. Pero esta vez, con más años encima y una conciencia distinta, no solo escuché las melodías: me detuve en las letras. “Él me mintió”, “Castillos”, “Tú de qué vas”, “Detrás de mi ventana”. Era un catálogo del dolor romántico, del abandono, del sacrificio, del aguante. Letras fuertes. Letras duras. Letras que, sin que nos diéramos cuenta, nos moldearon.

Y me di cuenta de algo: crecí escuchando eso. Lo escuchábamos todas y todos, en todas partes y a todas horas. En la radio, en la televisión, en las fiestas familiares. Lo que se repetía, como fondo emocional de nuestras vidas, eran historias de engaño, de mujeres que esperaban, que lloraban o que perdonaban lo imperdonable. Narrativas de amores dolientes que, sin que lo advirtiéramos, se fueron filtrando en nuestras creencias y en la forma en que construimos nuestros vínculos.

Hoy, como psiquiatra, me pregunto: ¿cuánto influyeron esas canciones en la manera en que aprendimos a amar, a esperar, a sufrir?

La serie Mentiras actualiza estas temáticas con humor y sátira. Presenta a cuatro mujeres que descubren que compartían al mismo hombre. La muerte de “Emmanuel Mijares” (el personaje) desata un enredo digno de telenovela, pero también abre una oportunidad para reflexionar: ¿cómo hemos evolucionado en la forma de narrar el amor y el desamor? ¿Cuánto de aquellas letras aún habita en nosotros?

Existen estudios que señalan que la música no solo acompaña nuestras emociones, sino que también las moldea. Investigaciones recientes han demostrado que las personas con síntomas depresivos tienden a escuchar, de forma repetida, canciones con letras negativas, lo que puede perpetuar estados de tristeza o desesperanza. Lo más inquietante es que este fenómeno comienza desde edades muy tempranas. Hoy, muchos adolescentes siguen conectando con letras que normalizan la tristeza, el vacío o la dependencia emocional.

En casa, el contraste generacional se hace evidente. Mi hijo adolescente está enganchado al metal: bandas como Metallica, Pantera o Slipknot suenan a todo volumen desde su cuarto. Al principio me costaba entender esa elección, pero hoy sé que no es solo “música ruidosa”. La ciencia ha demostrado que el metal puede funcionar como una vía de canalización emocional. Estudios realizados en universidades como Macquarie (Australia) y Cambridge han identificado que los adolescentes que escuchan este tipo de música no necesariamente están más enojados o deprimidos. Por el contrario, utilizan los ritmos intensos y las letras crudas para procesar emociones complejas —especialmente la frustración, la ansiedad y la rabia— en un espacio simbólico donde no hay juicio. Es, de algún modo, su propio himno de catarsis.

No quiero demonizar la música de mi infancia —porque también tiene su belleza, su poder evocador—, pero sí invitar a cuestionar el mensaje que consumimos una y otra vez. Muchas mujeres de mi generación crecimos con una idea del amor asociada al sacrificio, al sufrimiento, al perdón incondicional. Nos contaron historias donde aguantar era virtud. Y a los hombres, a menudo, se les contaron otras historias: las de la conquista, las del poder, las de la falta de responsabilidad afectiva.

Pero no todo está perdido. La música está cambiando. Hoy escuchamos letras que hablan de amor propio, de poner límites, de sanar. Y, poco a poco, también crece la conciencia sobre el poder emocional de lo que escuchamos.

Con la llegada de la inteligencia artificial y las plataformas digitales, comienzan a desarrollarse herramientas que permiten usar la música como medicina emocional. Ya existen aplicaciones capaces de recomendar canciones según nuestro estado de ánimo o de crear playlists para calmar la ansiedad, estimular la alegría o facilitar el descanso.

Algunos consejos para usar la música de forma más consciente:

1. Revisa tu “playlist emocional.” ¿Hay algún mensaje que se repita en tus canciones favoritas? ¿Te eleva o te hunde?

2. Alterna. Si una canción de desamor te hace llorar, está bien, pero después pon una que te recuerde que mereces algo mejor.

3. Cuenta tu historia de diferentes maneras. Explora nuevos géneros, nuevas voces, nuevas narrativas.

4. Haz de la música un ritual. Úsala para reconectar, sanar y transformar.

Por lo pronto, yo seguiré disfrutando de la serie Mentiras: porque me hace reír, porque me regresa a mi infancia y también porque me invita a pensar. Es cierto que esas canciones fueron parte de mi educación emocional, pero —como toda educación— siempre se puede reaprender, resignificar y, quizá, cantar con nuevas palabras.

Me encantaría conocer tus dudas o experiencias relacionadas con este tema. Sigamos dialogando; puedes escribirme a dra.carmen.amezcua@gmail.com o contactarme en Instagram en @dra.carmenamezcua.

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