La única meta posible

No puedes impulsarte hacia adelante dándote palmaditas en la espalda. Steve Prefontaine, corredor olímpico.

Si Fidípides viviera, no creo que recomendara correr 42 kilómetros por el sólo reto de lograrlo. Tampoco pienso que Heródoto o Plutarco reseñaran en la historia una carrera kilométrica, si ésta no tuviera como propósito llegar de Maratón a Atenas para notificar la victoria e impedir el desembarco persa en puerto de Phálēron.

Lo curioso es que esta heroica gesta e inspiración para los juegos olímpicos de la antigüedad, fue piedra angular para la organización de los juegos de Verano de Grecia en 1896, donde los corredores recorrieron 40 kilómetros de Maratón a Pnyx, aumentándose a 42 kilómetros en los Juegos Olímpicos de Londres de 1908 para que los reyes pudieran ver llegar a los competidores.

Del primer maratón en los Estados Unidos en Boston a finales del Siglo XIX, al de 1970 en Nueva York, los maratones son una constante que llama cada vez a más seguidores. Correr es mucho más que meterse en los recovecos y los parques, correr es conocer y entender la cosmovisión del lugar donde las zancadas dejan huella.

Quizá por eso estas carreras revelan tanto de los lugares donde se celebran, incluidas las aspiraciones de los participantes y su dilema en el momento de elegir un asistir a lugar sobre otro. Pues maratones hay para todos los gustos: están los multitudinarios como el de Nueva York, espectaculares, como el de la Muralla China, los emblemáticos como el de Paris y el de Gold Coast en Australia y los especiales y complejos, como el de la Cuidad de México.

Con ganas de entender más de nuestro maratón sin llevar mi cuerpo al límite, decidí recorrer por partes la ruta del domingo pasado y experimentar, aunque sólo fuera en cámara lenta, lo que vieron y sintieron los miles de participantes nacionales e internacionales.

Fascinada con el comienzo en Insurgentes, bajo la mirada de Tláloc y los mosaicos de Rivera del estadio de Ciudad Universitaria, seguí por la Roma y la Condesa para cruzar el bosque de Chapultepec y admirar las calles de Polanco. Todo iba bien hasta pasar por Reforma e imaginar la confusión y la sorpresa de los atletas, sobre todo los internacionales. No existe ningún otro maratón en el mundo donde los participantes se topen con tantas glorietas y calles tapizadas de dolor.

Porque, aunque sólo sea de pasada, no hay nada más indignante que contemplar los rostros de los desaparecidos, para luego enterarse que, según números oficiales, son ya más de 130,000 las personas desaparecidas en nuestro país desde 2006.

¿Cómo leen los visitantes estos muros plagados de tragedia? ¿Qué piensan de las historias de impunidad detrás de las imágenes? ¿Cuál puede ser su opinión del país y de su propia seguridad?

Me imagino que las respuestas a estas interrogantes son tan obvias, como visibles las consignas de los familiares de las víctimas. México queda mal con el mundo y nos queda mal a los mexicanos. Nadie merece vivir en la incertidumbre.

A pocos días del informe presidencial y del maratón, la insatisfacción es enorme. Ningún avance puede desdibujar la desgracia de la muerte y la desaparición.

Es increíble que se nos haga costumbre ver la desgracia de tan cerca y normalizarla al grado de seguirnos de largo sin detenernos en los rasgos de los rostros de los que no están.

Es tiempo de sumarnos de forma más activa a la denuncia, a las marchas y a la soledad de los familiares de las víctimas.

Así como el deporte nos une en un mundial o un maratón, la indignación debería fundirnos en un trato más empático hacia quienes viven sin un hijo o se preguntan todos los días por el paradero de un padre o una madre.

Eso es lo menos que podemos hacer para construir un país más decente y digno. Esa debería ser nuestra única meta. Ya es momento de valorar la vida, sin ella no hay futuro.

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