La Santa Inquisición de género
Hasta julio pasado, el Registro Nacional del INE reportaba casi 530 personas sancionadas por violencia política contra las mujeres en razón de género. Es una figura legal necesaria, diseñada para proteger a las mujeres en el ámbito público. Pero hoy sirve en muchos casos para callar voces incómodas. Basta ver dónde se concentran el 61% de las sanciones: Oaxaca (154), Veracruz (55), Tabasco (37), Campeche (32), Chiapas (27) y Puebla (22), todos gobernados por Morena.
Los casos más recientes son reveladores. A una tuitera la sancionaron por escribir que una diputada logró su candidatura gracias a su influyente esposo. Le impusieron una disculpa pública, cursos de género y la inclusión en el registro. En Guerrero, un periodista fue castigado por investigar presuntas irregularidades de la presidenta municipal de Acapulco, Abelina López. Su trabajo fue interpretado como violencia política de género, sin insultos ni lenguaje sexista.
También en Campeche se ha documentado el uso de esta figura contra periodistas críticos del gobierno de Layda Sansores. Varios han sido denunciados y callados tras cuestionar decisiones públicas. La sanción no se basa en un discurso misógino, sino en el efecto político que provocaron sus críticas.
¿Dónde está el problema? En la ley. La definición de violencia política contra las mujeres es tan ambigua que permite sancionar cualquier crítica que una autoridad considere que afectó los derechos de una funcionaria, incluso si no hubo intención de agredirla ni elementos de género. Basta con que la crítica no le haya gustado a la quejosa para que pueda clasificarse como violencia.
Y mientras tanto, la impunidad prevalece en la mayoría de los casos de violencia política general —la que padecen candidatos, activistas, periodistas o funcionarios de cualquier género— que se manifiesta con amenazas, golpes, secuestros o asesinatos.
La ambigüedad legal y la impunidad se combinan. Por un lado, la violencia más grave —la que atenta contra la vida y la integridad— queda impune por ineptitud institucional. Por otro, algunas funcionarias usan la ley como escudo, denunciando como violencia lo que en realidad son críticas legítimas. La impunidad no solo permite la violencia: también legitima la censura, disfrazándola de protección.
No faltan funcionarias que, en lugar de rendir cuentas, optan por judicializar comentarios incómodos. El resultado es que muchos periodistas y ciudadanos ya no opinan sobre mujeres en el poder. Porque ahora hay que preguntarse si al decir la verdad se acabará acusado de violencia de género.
Yo mismo enfrento ese dilema. Tengo dos opciones: criticar y arriesgarme a ser sancionado, o ignorar por completo a las mujeres en el poder. Ambas son inaceptables.
La presidenta Claudia Sheinbaum se ha manifestado muchas veces en contra de la censura, pero muchos en su partido no le hacen caso. En Puebla, se promovió una ley contra el “ciberacoso” para castigar a críticos. En Campeche, Sansores ha llevado a periodistas a tribunales usando esta figura para acallar la crítica.
Se necesita reformar la ley. Porque si criticar a una funcionaria se vuelve delito, no se está defendiendo la igualdad: se está normalizando una forma de totalitarismo disfrazado de feminismo.
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