La pobreza es como la belleza: depende de quién la mire
Por frívola y superficial que pueda parecer la comparación, su profundidad es evidente tras una reflexión adecuada. La belleza ha sido caracterizada de diferentes formas a lo largo de períodos y culturas —por cánones culturales, imágenes y estereotipos, jerarquías de clase y raza— de la misma manera que la pobreza ha sido vista, nombrada y medida a través del lente de diversas formas de poder.
Lo que tienen en común es que no son cualidades naturales o absolutas, sino designaciones relacionales: formas de nombrar que dependen del contexto, del punto de vista social y del poder que llega a las definiciones. No hay una belleza “pura” o una pobreza “objetiva”, que se mantenga por sí sola aparte del sujeto. Ambas son experiencias vividas e identidades moldeadas: para ser, dependen del espacio circundante, de la oposición con otros, del trasfondo cultural y del poder de quienes las nombran. Alguien pobre en Dinamarca podría parecer rico en Oaxaca; o en buena parte del territorio nacional; unavivienda con carencias en una ciudad equivale a tener muchos recursos en otro lugar del mundo. Así como la belleza es siempre relativa, también lo es la pobreza: la pobreza es una definición social de aquellos que no son valorados, deseados o dignos.
Para algunos, la pobreza es una carencia económica: menos de 2.15 dólares al día, o una línea trazada en una encuesta de ingresos por persona. Para otros, es un asunto multidimensional, es la privación simultánea de derechos: salud, vivienda, educación, alimentación. Para quienes la padecen, muchas veces no es ni número ni definición, sino una experiencia diaria de exclusión, precariedad invisible y vulnerabilidad sin red. Medir la pobreza solo por ingreso muestra cuánto falta; medirla por derechos revela qué se niega
Pero ¿quién decide cómo se mide la pobreza? ¿Desde dónde? ¿Con qué propósito?
Existe una arquitectura global compuesta por comités de expertos, agencias multilaterales y centros de investigación, muchos de ellos ubicados en capitales del Norte global. Rara vez incluyen a quienes viven en la pobreza o a representantes de los países más pobres. Sus integrantes viajan en “clase ejecutiva”, se hospedan en hoteles cinco estrellas y discuten sobre líneas de pobreza mientras cenan en restaurantes donde una copa de vino cuesta más que el ingreso diario de la mitad del planeta. ¿Qué legitimidad tiene una medición de pobreza construida con tanto lujo y tan poca humildad epistémica?
La contradicción es brutal: medir la pobreza se ha vuelto una industria global con lógicas propias, ajena muchas veces a los contextos locales. Como advirtió Nancy Fraser, existe una “falacia de la redistribución sin reconocimiento”: creer que ajustar cifras basta, sin comprender ni transformar las estructuras que perpetúan la exclusión. Las medicionesdominantes suelen despolitizar el problema, neutralizando su potencia como demanda de justicia.
Por su parte, Amartya Sen ya había señalado que la pobreza no puede entenderse solo como falta de ingresos, sino como privación de capacidades: de llevar una vida que uno tenga razones para valorar. Pero esa visión —rica en teoría— es a menudo simplificada o ignorada en la práctica estadística, donde lo cuantificable tiende a eclipsar lo vivible.
A esto se suma la crítica de Pierre Bourdieu, quien nos recordó que las estructuras sociales generan una “violencia simbólica” cuando hacen pasar como neutrales o naturales ciertas clasificaciones impuestas. La forma de medir la pobreza no es inocente: produce categorías, delimita lo visible y lo invisible, distribuye reconocimiento o abandono.
Y a ello hay que añadir un problema estructural que rara vez se discute abiertamente: el conflicto de intereses. Cuando una misma entidad levanta los datos, define la metodología y publica los resultados, actúa como juez y parte. Esto es particularmente delicado en gobiernos que enfrentan presión política para mostrar avances, reducir indicadores o justificar programas sociales.
Por eso, los mejores modelos institucionales separan funciones con claridad. En Reino Unido, la Oficina Nacional de Estadísticas produce los datos, pero las definiciones metodológicas se debaten en espacios mixtos que incluyen academia, sociedad civil y agencias independientes. En Sudáfrica, el organismo estadístico (Stats SA) publica los microdatos, pero el cálculo del índice multidimensional de pobreza se realiza en diálogo con universidades públicas y el Human Sciences Research Council. En México, hasta hace poco, INEGI se encargaba de levantar las encuestas (ENIGH) y CONEVAL —organismo técnico autónomo— definía los indicadores, asegurando una división funcional entre recolección, evaluación y reporte. Esa arquitectura, reconocida internacionalmente, fue desmantelada recientemente, debilitando un pilar de autonomía epistémica.
En el otro extremo, hay países que ni siquiera pueden medir su propia pobreza. Ya sea por falta de capacidad estadística, conflicto armado o desfinanciamiento crónico. Según estimaciones de la Iniciativa de Pobreza Multidimensional (OPHI), más de 30 países carecen de datos regulares propios y dependen de encuestas financiadas externamente o modelos de estimación. Dependen casi por completo de estimaciones hechas por agencias internacionales como el Banco Mundial, PNUD o CEPAL. En lugares como Liberia, Sudán del Sur o Haití, los datos provienen de encuestas esporádicas financiadas por donantes o modeladas con supuestos externos. Lo que se presenta como cifra objetiva suele estar lleno de sesgos epistemológicos: líneas de pobreza basadas en dólares internacionales, tipologías universales de privación, indicadores descontextualizados. En vez de construir capacidades locales, muchos de estos ejercicios refuerzan la dependencia técnica y debilitan la soberanía estadística.
Medir la pobreza sin participación de quienes la padecen ni de quienes habitan su contexto es como diseñar un mapa sin haber pisado la tierra. Se trazan líneas sin conocer los caminos. Lo que se presenta como neutralidad técnica puede ser, en realidad, una forma de colonización del conocimiento. Una verdadera epistemología de la pobreza no puede construirse sin la participación e influencia de quienes la viven. Sin su voz, toda medición es una forma de silenciamiento técnico.
Como en la belleza, también aquí hay una mirada dominante: la que selecciona qué cuenta y qué no. La que decide si el celular que alguien posee es signo de inclusión o de pobreza disfrazada. La que juzga si una mejora estadística es real o producto de ajustes metodológicos. La que transforma una tragedia en un número presentable.
Reducir la pobreza a una cifra única puede ser tan engañoso como reducir la belleza a una talla. Ambas cosas necesitan ser rehumanizadas, devueltas a su complejidad y despojadas de los dispositivos que las cosifican. Medir importa, pero más importa quién mira, con qué ojos y para qué fines. Porque la pobreza también es una cuestión de mirada. Y mientras no participen las voces de quienes viven esa pobreza se seguirán construyendo espejos distorsionados desde salones bien iluminados, que poco dicen de la obscuridad en la viven muchos a diario.
Michel Foucault mostró que gobernar no es solo mandar, sino también producir saberes que organizan la vida social. Desde esa mirada, medir la pobreza forma parte de una tecnología de gobierno: permite ver, clasificar y actuar sobre las poblaciones. En México, el discurso de “primero los pobres” ha otorgado legitimidad a la medición como instrumento de justicia social. Se mide para reducir desigualdades, para orientar recursos, para rendir cuentas. Pero incluso el acto de “medir para ayudar”, opera dentro de la lógica de la gubernamentalidad: convierte la pobreza en un objeto visible, segmentado y administrable. Define quién califica como pobre y bajo qué condiciones una mejora en el indicador se registra como “superación”. No se trata de negar la intención redistributiva, sino de entender que incluso las políticas bien intencionadas se apoyan en dispositivos de poder que modelan la forma en que entendemos, gestionamos y narramos la pobreza. Como toda cifra, la medición de pobreza no solo refleja una realidad: también la organiza.
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
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