La nueva utopía urbana de los autoritarios
RÍO DE JANEIRO – En el área de la formulación de políticas, hay pocas propuestas que sean tan radicales (o que se presenten tan engañosamente) como las “ciudades libres”. La idea (defendida por la élite tecnolibertaria de Silicon Valley y adoptada en los últimos tiempos por políticos de derecha como Donald Trump) es crear enclaves planificados de innovación desregulada basados en la tecnología digital.
Suena prometedor. Los defensores de las ciudades libres quieren evitar la burocracia, revivir la innovación y resolver la crisis inmobiliaria de Estados Unidos. Pero en la práctica, estos proyectos corren riesgo de convertirse en reductos para ricos: feudos corporativos desiguales desde los cimientos. Aunque sus promotores hablan el lenguaje de la libertad, el modelo que proponen delega la gobernanza al consejo directivo empresarial en vez de al electorado.
Aun así, no hay que descartar de plano la idea básica de usar como plataformas de experimentación comunidades urbanas creadas en torno a un propósito. A lo largo de la historia, las ciudades han sido laboratorios de reformas políticas y económicas. Desde la Atenas de Pericles hasta la moderna Barcelona, las comunidades urbanas han llevado la delantera de la innovación en gobernanza, planificación y participación. El desafío aquí no es construir ciudades nuevas, sino garantizar que estén al servicio de la democracia en vez de debilitarla.
La propuesta de Trump en 2023 de crear diez ciudades libres en suelo federal no surgió de la nada. El concepto tiene raíces intelectuales en el modelo de “ciudad charter” del nobel de economía Paul Romer, que en su origen se pensó como un instrumento para la renovación económica de los países en desarrollo. Luego diversos capitalistas de riesgo reinterpretaron la idea, imaginando ciudades “startup”, autónomas y bajo gestión privada. Inversores como Sam Altman, Marc Andreessen, Brian Armstrong y Peter Thiel promueven estos enclaves como campos de prueba para la inteligencia artificial, la biotecnología y la tecnología financiera. Centros de análisis como el Instituto Estadounidense de la Empresa han propuesto la creación de numerosas ciudades nuevas en terrenos federales; y la recién creada Freedom Cities Coalition presiona para que se construyan “tantas como el mercado pueda sostener”.
Ya existen experimentos de este tipo. En Honduras, hubo un efímero proyecto llamado “Próspera”, con respaldo de inversores estadounidenses, que funcionó brevemente bajo un régimen regulatorio propio, antes de sucumbir a la oposición democrática y la litigación. En California, Andreessen y sus socios lanzaron el plan “California Forever”, con el objetivo de crear en el condado de Solano una comunidad para 400,000 personas libre de restricciones urbanísticas. El movimiento seasteading de Thiel va más allá, y prevé la creación de ciudades‑estado autónomas en aguas internacionales. Y en 2025, un grupo de inversores reveló planes para la fundación de un enclave de alta tecnología en Groenlandia. Se lo presentó como una plataforma para la inteligencia artificial, la energía avanzada y la geoingeniería, pero sus críticos denunciaron el proyecto como una forma de neocolonialismo que pone en riesgo ecosistemas protegidos y tierras indígenas.
En el fondo, lo que está en juego en estos proyectos no es tanto la mejora de las ciudades cuanto la reforma de la idea de soberanía. El inversor Balaji Srinivasan imagina “estados en red” gobernados mediante tecnología blockchain por comunidades virtuales que financiarían en forma conjunta la compra de parcelas de territorio. El bloguero de ultraderecha Curtis Yarvin promueve “monarquías corporativas” manejadas por directores ejecutivos de empresa no surgidos de elecciones. El hilo conductor de estas visiones no es una pasión por el urbanismo, sino la hostilidad a la democracia. La ciudadanía se convierte en suscripción, la gobernanza en servicio y los derechos en una cuestión secundaria.
Para proveer cobertura política a estos proyectos se apela a la trillada crítica a la ineficacia de los gobiernos. Los defensores de las ciudades libres se quejan de las normas urbanísticas, de la lentitud en la concesión de permisos y de la supervisión, y aprovechan el malestar general en lo referido a vivienda e infraestructura. Consideran que los derechos laborales, la protección del medioambiente y la participación ciudadana son ineficiencias que hay que “racionalizar”. El resultado no es tanto Atenas cuanto Amazon: eficiente, centralizado, lucrativo y sin ninguna rendición democrática de cuentas.
Hay en la historia advertencias suficientes. Aunque ciudades planificadas como Brasilia y Chandigarh sean deslumbrantes desde el punto de vista arquitectónico, les ha costado crear comunidades resilientes e inclusivas. Las ciudades empresariales del siglo XX mostraron de qué manera el control corporativo de la vivienda y de los servicios afianza la desigualdad y debilita los derechos. Sin las debidas salvaguardas, las ciudades libres corren riesgo de repetir estos errores bajo un nuevo barniz digital.
Pero las ciudades han sido motor de renovación democrática y pueden volver a serlo. Atenas institucionalizó la participación cívica mediante la boulé y los dicasterios (consejos y tribunales ciudadanos, respectivamente). Estas instituciones eran defectuosas según los criterios modernos, pero fueron revolucionarias en el hecho de tratar la gobernanza como una acción colectiva.
Más tarde, en el siglo XIX, los falansterios de Charles Fourier inspiraron experimentos en el área de la vivienda cooperativa. En el siglo XX, la ciudad libre de Christiania en Copenhague y Arcosanti en Arizona fueron modelos de autogobierno alternativo y sostenibilidad. Y más cerca en el tiempo, Barcelona fue pionera en plataformas digitales participativas, Viena y Zúrich ampliaron la vivienda cooperativa y Helsinki y Taipéi crearon bienes comunes de tecnología cívica. Estos ejemplos imperfectos pero instructivos demuestran que la reinvención urbana puede ampliar la democracia en vez de disminuirla.
Los progresistas deben adueñarse del debate sobre las ciudades libres, en vez de cederlo a los tecnoautoritarios. Nuevas ciudades podrían ser bancos de prueba para la innovación democrática, con asambleas participativas en vez de estatutos corporativos, donde la vivienda sea un derecho y no una inversión y la soberanía digital prevalezca sobre el colonialismo digital. Las herramientas existen: ya hay en todo el mundo experimentos en áreas como la gobernanza cooperativa, el diseño adaptable al clima, los servicios básicos universales y los bienes digitales públicos.
La batalla por las ciudades libres trasciende las normas urbanísticas, los impuestos o el uso del suelo. Lo que está en juego es el futuro de la gobernanza política. La elección es clara y no podemos darnos el lujo de ignorarla. Un camino lleva a archipiélagos privatizados donde impera el privilegio, optimizados para la eficiencia y controlados mediante algoritmos y tecnología de vigilancia. El otro lleva a plataformas cívicas con capacidad para renovar la democracia y poner la tecnología al servicio de la inclusión social y económica.
El autor
Robert Muggah, cofundador del Instituto Igarapé y del SecDev Group, es miembro del Consejo del Futuro Mundial sobre las Ciudades del Mañana en el Foro Económico Mundial y asesor del Global Risks Report.
El autor
Carlo Ratti, director del Senseable City Lab del MIT, es cofundador de la oficina internacional de diseño e innovación Carlo Ratti Associati.
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