La NFL, los Pumas de CU y yo: una historia de amor

“A mí me gusta el pimpiriripimpim, de la Universidad pamparampampam…”, es el grito de triunfo más hermoso que no han oído mis cansados oídos. Ir a CU a ver un partido de americano con mi papá es para mí una de las encarnaciones de la felicidad.

Estoy hablando de mis adorados Pumas CU, los héroes de casco dorado y casaca azul que representan a la UNAM en la temporada de liga mayor del futbol americano colegial en México. (Hay algunos necios que cuando hablan del americano usan el anglicismo “football” para distinguirse del futbol soccer, qué idiotez. En español se dice futbol y a callar).

Amo el americano, qué más decir. Fui al Estadio Olímpico Universitario por primera vez en el útero de mi madre. En el estacionamiento de CU aprendí a andar en bicicleta. Ahí probé por primera vez los tacos de guisado, la Coca-Cola y las tortas de milanesa. Llevo a Pumas de Ciudad Universitaria en el corazón, en aquellos tiempos del primer acto de mi vida representados por los Cóndores de CU. Eso que grita la Rebel —sí, la porra puma del futbol soccer, se aguantan— de la piel dorada y la sangre azul bien se nos puede aplicar a nosotros, mi familia y yo.

La porra del equipo de americano de CU es la egregia Yarda 50, que celebra cada anotación de Pumas con el Goya de rigor y el alarido universitario de nuestro equipo: “La línea, el core, los jafs y el full, por la gloria de mi equipo el espíritu hablará. México, Pumas, Universidad”. Cada touchdown va acompañado por un bravo y elegante trompetista que toca la Marcha de los Santos. Tropicalización absoluta, porque los tocheros mexicanos así les decimos a las posiciones: el quarterback entre nosotros es el “core”, muy bonito porque suena a corazón.

Sí, el americano corre en mi sangre como mi ADN. La afición es una herencia. Mi padre, niño de los años cincuenta, fue por primera vez al Olímpico Universitario en cuanto se inauguró. Con cinco años vio su primer juego de americano. Aunque sus acompañantes le iban al Poli —el clásico original del deporte mexicano es el Politécnico contra la UNAM; partido que a la fecha sigue generando pasión y es uno de los pocos eventos del deporte amateur que atrae cada año a miles de aficionados, muchos de ellos que van cada temporada exclusivamente a ese partido—, él se enamoró de los cascos dorados que brillaban a lo lejos en el campo. Un amor instantáneo, el más sincero, es el que nos conquista de niños. Esa afición absurda por nuestros deportes, nuestros equipos: ganamos y perdemos con ellos como si nos pagaran por echar porras. Nos pensamos representado por los once de la tribu(na), Juan Villoro dixit. Hay algo de cavernario en todo esto.

Mi padre aprendió a leer con el Esto en mano. Siempre siguió los resultados del americano, por aquella época un deporte tremendamente popular. Se iba solo a CU a los once años de edad. Él dice, sin exagerar, que fue a estudiar a la UNAM no para ser abogado sino a buscar el puesto de core de los Pumas. Una fractura y su sentido práctico lo retiraron de la cancha… Es un decir, mi padre reconoce que nunca hubiera sido tan bueno como Joaquín Castillo e Hilario Canseco, sus contemporáneos, dos cores históricos, héroes generacionales.

En CU he llorado. De la alegría de la victoria, del coraje de perder. Pocos amores tengo de ese tamaño. Si pudiera casarme con un objeto, sin duda el Olímpico Universitario sería mi marido. Este año la temporada comenzó ominosa: perdimos en casa contra los Aztecas de la Universidad de las Américas Puebla por errores estúpidos, esos que duelen porque son violencia autoinfligida. Será una temporada laaarga como un paseo en canoa. Otro decir: las canoas al menos son relajantes.

Sí, malditos y sensuales Pumas CU, tienen todo mi ser. Llega el otoño y es como volver a ser niña. Mi padre ya no quiere ir al estadio, dice que CU ya le queda grande. Quisiera llevarlo en silla de ruedas, pero de nuevo su pragmatismo se opone: dónde ponemos la silla en casa, cuánto sale rentarla, que el frío, que la lluvia. La afición no muere, pero los fanáticos también envejecen.

Seguimos todos los partidos en el canal de YouTube del periodista deportivo Aarón Soriano, uno de los pocos que le sigue dando difusión a nuestro deporte. Sí, aunque el Clásico se llene, en los partidos regulares la cobertura es pobre. Ni siquiera le dedican una notita en los diarios o los noticieros. Sin embargo, la liga sobrevive con el amor de unos cuantos necios como nosotros.

El asunto cambia en Monterrey, donde los equipos de los Borregos Salvajes del Tec de Monterrey (los “borregios”) y los Tigres de la UANL despiertan emociones intensas y reciben mayor interés de los medios locales. Son los equipos más dominantes de la liga, el trofeo suele quedarse por allá. En el norte el Clásico es entre aquellos dos equipos: nuestro Poli-UNAM les viene más chico que una talla cinco a mi trasero obeso.

Pero hablemos de otra cosa. El otoño me trae otros recuerdos: la Serie Mundial del béisbol y la temporada de la NFL, que juntan millones de seguidores en la televisión mexicana, En nuestro país, según medios como ESPN y Récord, al menos 20 millones de fieles siguen a la NFL. Cada año se venden miles de jerseys en México, hay tiendas especializadas en toda la parafernalia del americano, restaurantes deportivos se llenan para ver el Super Bowl. Hay aficionados que coleccionan todo la memorabilia de su equipo y se juntan cada fin de semana a ver su equipo en casa de amigos o en algún bar. Fan de los Steelers, de los Cowboys, los Patriots o los Packers: hay toda una dinastía entre los fanáticos. Si creciste en los setenta, eres Steeler, no falla. Si te hiciste fan en este siglo, apuesto que tu equipo son los New England Patriots.

El jersey más presente en la cultura pop, el que se deja ver sobre todo en videos de rap, suele ser el de los cores, como Patrick Mahomes o Jalen Hurts, o, en la época gloriosa de los Pats, el 12 de Tom Brady. Otros jugadores logran colocarse en entre los favoritos, como el ala cerrada de Kansas City Chiefs, Travis Kelce (el novio de Taylor Swift, para mayor referente).

En mi caso, niña de los noventa, tengo dos jerseys: el de Steve Young de mis San Francisco 49ers, y el de Peyton Manning en su era con los Colts de Indianápolis. ¿Por qué le voy a Niners, por qué tengo una camiseta de Manning? Primera pregunta: amé los colores dorado y rojo desde chica, para mí una razón tan legítima como cualquiera para los niños que se acercan al deporte. Me tocaron buenas temporadas de San Francisco y un Super Bowl. Cada año espero que mi equipo me regale una temporada ganadora y un lugar en los playoffs. Ya pedir un Super Bowl me parece mucha vanidad, nos hemos quedado cerca, el equipo ha crecido en temporadas recientes y tiene estrellas en varias posiciones. Veremos.

Del jersey de Manning la razón es más por llevar la contraria. Era el único jugador que podía darle pelea a la dupla gloriosa de los Pats de Tom Brady y el coach Bill Belchick. Más o menos: la verdad es que en las justas entre ambos equipos, los Pats siempre sacaban la victoria. Sin embargo el dominio de Peyton Manning sobre su equipo era algo digno de verse. Conocía todas las estrategias, todos los señuelos. Aunque siempre tuvo coaches élite, Manning parecía jugar de manera independiente, un artista de la cancha.

La NFL me transporta a una tienda de mi infancia suburbana en la que todo era NFL y Halloween. Era un súper, así que en mi memoria la NFL huele a pan recién horneado, pizza Hut y unas hamburguesas al carbón buenísimas que se ponían afuera. Buenos y viejos tiempos.

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