La fragilidad de las finanzas públicas: Entre promesas sociales y la sombra de una reforma fiscal

El tercer trimestre del año, México sigue enfrentando un dilema evidente: cómo sostener unas finanzas públicas presionadas por programas sociales en expansión, deuda creciente y un déficit que, aunque se reduce, sigue siendo elevado.
El gobierno tiene la difícil tarea de convencer a inversionistas y ciudadanos de que puede mantener la estabilidad sin recurrir a una reforma fiscal de gran calado. O al menos, por ahora.
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En 2024 el déficit fiscal alcanzó un nivel cercano al 6% del PIB, un máximo que encendió alertas dentro y fuera del país. Para 2025, la meta oficial es reducirlo a 3.9%, es decir, recortarlo casi a la mitad en un solo año.
A primera vista, el ajuste suena ambicioso. Sin embargo, si se mira más allá de las cifras, uno puede darse cuenta que gran parte de esta consolidación se apoya en supuestos optimistas: mayor crecimiento económico, eficiencia recaudatoria y un gasto público que se ajusta sobre todo en inversión y, como era de esperarse, no en las partidas más sensibles políticamente.
Los Pre-criterios de Política Económica, publicados antes del arranque de este gobierno, confiaban en que el déficit de 2025 podría bajar incluso al 3% del PIB, apoyándose en la conclusión de los megaproyectos de la administración pasada.
Para 2026 se estimaba que podría rondar el 2.5%. No obstante, el Programa Nacional de Financiamiento del Desarrollo (Pronafide) y el propio Paquete Económico 2025 aterrizaron las expectativas: se reconoce que el déficit de este año se moverá entre 3.9 y 4% del PIB y que, en 2026, con suerte, bajará a entre 3.2 y 3.5%. Es decir, se modera la ruta de consolidación porque el margen de maniobra es más estrecho de lo que parecía.
Pero ¿por qué cuesta tanto reducir el déficit…? La primera respuesta está en los programas sociales. Hoy, nueve de cada diez pesos de gasto programable se destinan a transferencias directas y apoyos. La pensión universal para adultos mayores, por ejemplo, se lleva casi 500 mil millones de pesos y se han sumado nuevas obligaciones, como la pensión para mujeres de 60 a 64 años.
Las becas estudiantiles, los programas de empleo y los subsidios rurales también crecen. En conjunto, el gasto social supera los 830,000 millones de pesos, cifra récord.A ello se agregan las pensiones contributivas —IMSS, ISSSTE, Pemex— y el pago de intereses de la deuda, que juntos consumen cerca del 40% del presupuesto federal.
Se trata de compromisos difíciles de recortar, pues son derechos adquiridos o contratos financieros. En contraste, rubros como la inversión pública o la salud son los que terminan absorbiendo los ajustes, con reducciones reales que comprometen el crecimiento y el bienestar a futuro (tal y como lo hemos atestiguado).
Del lado de los ingresos, el discurso oficial sigue siendo el mismo: no habrá nuevos impuestos, pero sí más eficiencia recaudatoria. El problema es que México sigue recaudando poco. Con un nivel de ingresos tributarios en torno al 16-17 % del PIB, estamos lejos del promedio de 30% que muestran las economías de la OCDE.
La brecha es demasiado amplia para cerrarse solo con medidas administrativas.
Lamentablemente, la conclusión parece obvia: tarde o temprano será necesario llevar a cabo una reforma fiscal. No se trata solamente de subir impuestos, sino de ampliar la base gravable, reducir exenciones y diseñar un sistema más progresivo que permita obtener mayores recursos sin “ahorcar” a la economía.
Al mismo tiempo, urge mejorar la calidad del gasto, evitando duplicidades y canalizando recursos a sectores que eleven la productividad y el crecimiento potencial (gasto productivo, le llaman).Sin embargo, en los últimos años la política se ha impuesto a la economía. En campaña, la ahora presidenta Claudia Sheinbaum prometió no aumentar impuestos en el arranque de su gobierno.
Cumplir su palabra ayuda a mantener respaldo social (y los votos), pero complica la consolidación fiscal en el corto plazo. Además, hacia 2027 habrá elecciones intermedias y en 2030 otra presidencial. En este contexto, proponer una reforma tributaria puede resultar poco atractivo para cualquier administración.
El dilema es claro: sin reforma fiscal, México podrá reducir su déficit de manera moderada, pero difícilmente logrará estabilizar su deuda en niveles cómodos. Con reforma, se abriría espacio para financiar programas sociales sin sacrificar inversión ni comprometer la calificación crediticia. Dados los tiempos, la decisión no será solo técnica, sino política
Al final, los números muestran una verdad incómoda. El déficit de 2025 bajará respecto al pico de 2024, pero seguirá por encima de lo que permiten unas finanzas públicas sólidas. Para 2026, el ajuste proyectado es modesto y la deuda continuará su tendencia ascendente.
Mientras tanto, los compromisos sociales no ceden, y los intereses de la deuda crecen.La gran pregunta es si el país seguirá “pateando la lata” o si se atreverá a encarar una reforma fiscal integral.
De la respuesta dependerá que las finanzas públicas dejen de ser un punto débil y se conviertan en un soporte real para el desarrollo. Por ahora, el equilibrio es frágil y el tiempo para actuar, limitado y confinado por factores políticos.
José C. Femat es economista con postgrado en historia y desarrollo económicos.*
Rodolfo Salazar es economista con postgrado en administración y finanzas.**