La Cultura de la Paz, Soberanía y Reforma Electoral
“Un país libre es aquel donde se respeta la soberanía de sus ciudadanos y se cumplen sus leyes.” Maximilien Robespierre
En México la soberanía es un principio fundamental consagrado en la Constitución: reside, esencial y originariamente en el pueblo.
En años recientes, con la aquiescencia del exmandatario, se fue cediendo -en los hechos- el ejercicio de la soberanía al crimen organizado y a los cárteles de la droga al permitir y proteger la expansión de sus actividades hasta convertirlas en terrorismo. Ello derivó en una realidad marcada por un grave deterioro de la cultura de la paz y de la vida en armonía, con un caleidoscopio de delitos.
Aunque los esfuerzos y resultados en el combate a la delincuencia del equipo de la presidenta muestran avances, lo que supondría una recuperación de la soberanía, resulta inaceptable que se les haya fugado –por un “pitazo” de un oficial- el líder del CJNG. No es casual la instrucción del presidente de Estados Unidos al Pentágono para que se utilice la fuerza militar contra los cárteles del narcotráfico.
Con las reformas constitucionales padecemos una acción depredadora contra las instituciones creadas durante el periodo democrático, cuyo propósito, entre otros, era la certidumbre en el país. Lamentablemente desde 2018, el régimen se ha empeñado en sacrificar el orden republicano.
En materia electoral, los principios básicos como el sufragio efectivo y la no reelección están previstos en la Constitución desde 1917. A partir de entonces se fue construyendo el marco normativo que muestra la evolución de la democracia mexicana.
En 1946 se expidió la Ley Electoral Federal, que formalizó el sistema de partidos y estableció el voto directo. Tres décadas después resultó indispensable institucionalizar la apertura democrática y propiciar el pluralismo político mediante la participación de partidos de oposición y la representación proporcional: así surgió la reforma de 1977, plasmada en la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales.
A partir de entonces y con la participación de todas las fuerzas políticas se construyó el andamiaje normativo para fortalecer la democracia. Se creó el Instituto Federal Electoral (IFE), autónomo y responsable de organizar elecciones; se reguló el financiamiento de campañas y el acceso a medios de comunicación. Años después el IFE se transformó en el Instituto Nacional Electoral (INE) con atribuciones nacionales y coordinación con organismos locales. Así se arribó a un régimen democrático que aseguró la efectividad del sufragio y acotó el poder presidencial mediante contrapesos, ya demolidos. Ese sistema electoral permitió el arribo al poder del actual oficialismo.
Ahora padecemos una espuria sobrerrepresentación legislativa del oficialismo, y una autoritaria subrepresentación de oposiciones y minorías que afecta la equidad en la participación política y vulnera la voluntad popular que votó por opciones distintas a las oficialistas. Al desconocer la votación que los partidos de oposición obtuvieron en las urnas se aniquila la pluralidad lo que ha propiciado una ilegítima concentración del poder en pocas manos, facilitando abusos, arbitrariedades, opacidad, usurpación y corrupción.
Pretendiendo ignorar que los principales cargos que ocupan legisladores oficialistas en el Congreso se beneficiaron con candidaturas de representación proporcional, la presidenta ha anunciado una reforma electoral para eliminar o mermar la representación proporcional y debilitar la voz de las minorías, así como reestructurar el financiamiento a los partidos. Aunque se ha planteado una consulta ciudadana sobre estos cambios, la experiencia muestra que las supuestas consultas y los parlamentos abiertos del oficialismo han sido actos de simulación. Se decretó la creación de una comisión presidencial que preside el extitular de la UIF y se integra exclusivamente por empleados oficialistas, se podrá invitar a otras personas, incluso de la sociedad civil, quienes podrán participar con voz, pero sin voto. Se trata de aniquilar a la oposición y preparar otro eslabón que facilite el tránsito de un gobierno democrático a una posible dictadura.
Es evidente que se prefiere ignorar que en la construcción de la normatividad electoral -aún vigente- participaron todas las fuerzas políticas.
México no merece ser una república desmantelada.
* El autor es abogado, negociador y mediador.
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