Improvisación y poder concentrado

Desde el 2018, estamos tan aturdidos por narrativas y destrucción institucional, que los temas técnicos de regulación y economía se han quedado relegados a las páginas interiores de los periódicos. Sin embargo, detrás de esa saturación, hay iniciativas que continúan el daño a la reputación, prestigio y apertura comercial de nuestro país.

Hace algunas semanas nos enteramos de la iniciativa de reformas a la ley federal de telecomunicaciones de la presidenta Sheinbaum. También se presentó por la Senadora Chavira de Morena una iniciativa para expedir una nueva la ley de competencia económica. Ambas iniciativas son un grave retroceso a décadas de avances en materia de regulación económica para nuestro país. Aún más grave, violan tratados de libre comercio como el T-MEC.

En el caso de la iniciativa de competencia económica se abre la puerta a un régimen de sanciones desproporcionadas y a una súperagencia con un poder inédito. La propuesta duplica las multas por prácticas anticompetitivas de un máximo del 10 % al 20 % de los ingresos anuales de todo el grupo empresarial. Con castigos de ese calibre y sin reglas claras sobre cómo se calculan muchas empresas podrían optar por reducir inversión o, peor aún, dejar el mercado mexicano antes de arriesgarse a un error administrativo.

Pero el cambio más profundo es institucional. La iniciativa desaparece a la Comisión Federal de Competencia (Cofece) y al Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) para crear la Agencia Nacional de Competencia y Bienestar Económico, un organismo que ya no sería dependiente del Poder Ejecutivo. Experiencias internacionales muestran que una autoridad de competencia sin independencia se vuelve rehén de intereses de corto plazo y, el capital, que detesta la incertidumbre, toma nota rápidamente.

El artículo sobre “ganancias excesivas” es el corazón polémico del proyecto. Cualquier empresa que, a juicio de la autoridad, gane “más de lo razonable” podría ser sancionada, sin necesidad de probar que tiene poder de mercado ni que impide la entrada de competidores. Esto convierte a la agencia en árbitro de precios “justos” y no en guardián de la competencia. El mensaje es peligroso: castigar la rentabilidad puede terminar castigando la eficiencia, la innovación y, en último término, al bolsillo del consumidor.

Por otra parte, la segunda reforma viaja por el carril de las telecomunicaciones. Sustituye al IFT con la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT), también bajo el mando del Ejecutivo y con la discrecionalidad de un solo Director, y le otorga la posibilidad de bloquear plataformas digitales cuando lo estime “de interés público”.   En otras palabras, la misma oficina que reparte el espectro y regula a sus propios competidores decidirá qué aplicaciones pueden funcionar en tu teléfono.

El problema no es solo interno; también choca con el T‑MEC. El tratado obliga a cada país a mantener autoridades de competencia imparciales, con facultades claras y criterios de sanción transparentes (Capítulo 21). Al disolver la Cofece y subordinar la nueva agencia a la Secretaría de Economía, México envía la señal de que el gobierno se reserva la última palabra sobre quién compite y quién no, justo lo que el acuerdo buscó desterrar tras las disputas de la era NAFTA.

En telecomunicaciones la grieta es aún más visible. El Capítulo 18 exige que el regulador sea “separado e independiente” de los operadores y capaz de tomar decisiones imparciales sobre licencias, espectro y tarifas. Sustituir al IFT por una oficina dependiente del Ejecutivo viola de frente esa cláusula y reactiva el fantasma de un Estado‑árbitro‑competidor que la reforma de 2013 había intentado superar.

¿Las consecuencias? Cualquier operador o inversionista afectado podría activar el mecanismo de solución de controversias del T‑MEC y reclamar daños millonarios; Washington y Ottawa tendrían argumentos para imponer aranceles compensatorios o frenar certificaciones en sectores estratégicos.

Es el precio de improvisar en materia de regulación económica; la pregunta es si los consumidores, emprendedores, inversionistas estamos dispuestos a pagarlo.

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