Horror y belleza del mundo
En este mundo conflictivo, la literatura tiene un lugar fundamental para nuestra comprensión de la realidad, de los seres humanos arbitrariamente divididos por fronteras, ideologías, religiones, e identidades manipuladas como “Verdades” incuestionables. Como afirmó ayer el escritor franco-libanés Amin Maalouf, ganador del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2025, mientras que la humanidad ha progresado en muchas áreas, ha quedado rezagada en cuanto a las mentalidades, a la forma en que nos tratamos unos a otros. Si la literatura puede tender puentes de reflexión y sensibilidad que nos acerquen en vez de separarnos, la obra de Maalouf – en la que hay que ahondar– es un ejemplo deslumbrante.
Desde otro territorio y con una poética distinta, la escritora mexicana Alma Delia Murillo nos recuerda también el poder de la literatura, en nuestro contexto, para iluminar esas zonas obscuras que el discurso político y social predominante pretende silenciar, negar. En su más reciente novela, “Raíz que no desaparece”, la también autora de “La cabeza de mi padre” explora con sensibilidad, inteligencia y respeto la terrible realidad de las desapariciones en México. Lejos de tratar este doloroso asunto como una manifestación más de las violencias que nos laceran, Murillo capta y transmite los efectos radicalmente devastadores de la desaparición, la imposibilidad del duelo ante la ausencia de un cuerpo al que honrar, la vital necesidad que lleva a las madres buscadoras a dedicar sus energías, su vida misma, a recuperar, si no a sus seres queridos, algo de ellos.
Para escribir este libro, la novelista se acercó a colectivos de buscadoras, las escuchó y recuperó sus palabras, su sentido, sus vivencias, sus esperanzas y su tesón. Con respeto por ellas como seres humanos, presente ella misma como transmisora, testigo y participante, narra la historia de Ada y Marcos, su hijo desaparecido y la de otras vidas perdidas, interconectadas, sin (re)victimizar a las mujeres que, con persistencia inigualable, han transformado su dolor en búsqueda de verdad y justicia para sus hijos e hijas y para los miles de desaparecidos ocultos en parajes abandonados, fosas clandestinas, o paisajes conocidos.
Como en otras novelas y documentales que tratan de las dificultades que enfrentan quienes buscan y exigen justicia en México, en este texto, poético y desgarrador, se develan las complicidades y negligencias de las autoridades, los laberintos de trámites y pistas falsas, engaños y desidias en que pretenden atrapar a madres y familiares. Aquí, sin embargo, aparece también algún agente del Estado que escapa a la corrupción, alienta la esperanza y contribuye a la búsqueda de verdad, aun a riesgo de su vida.
La gran fuerza literaria de esta novela, su originalidad, radica en la delicadeza de un relato contado desde la empatía y la comprensión del dolor de las demás, y sobre todo en la mirada lúcida y sensible que entiende y transmite cómo la violencia, la mutilación de la vida, la desaparición de los cuerpos, contaminan y corroen el entorno, la tierra misma. La riqueza metafórica, propia de la poesía, transforma árboles deformados por una plaga espantosa en símbolos del desprecio de los criminales y sus cómplices por los seres humanos y la naturaleza, por la vida misma. A través de esos signos enigmáticos, la naturaleza comunica, a quien sepa leerlos, el horror sufrido por los cuerpos ocultados en terrenos en apariencia pacíficos y hasta productivos; revela también, a través de sus raíces y redes de comunicación, la honda conexión entre atrocidades pasadas y presentes. Leer los árboles es entonces descifrar el horror que ha quedado oculto, es también descubrir, re-cordar, la interconexión intrínseca, la interdependencia esencial, entre vida humana y vida natural.
En un mundo dislocado por guerras cada día más cruentas, en un país devastado por matanzas, complicidades e indiferencia, esta novela reivindica el poder del amor, de la solidaridad y la esperanza, de la palabra que dice la verdad, así sea atroz.