¿Hacia un mundo distópico? I. Élites antropófagas

¿Hacia un mundo distópico? I. Élites antropófagas

Según el reporte sobre desigualdad 2026 del Word Inequality Database, unos 60,000 multibillonarios acaparan tres veces más recursos que la mitad de la población con menos. ¿Qué mundo es éste, dominado por una élite rapaz que sueña con multiplicar su obscena fortuna, a costa del planeta mismo? Para esta mini-minoría, la vida (de los demás) no vale nada. El planeta tampoco: impulsa el desarrollo desenfrenado de la inteligencia artificial y las criptomonedas, que consumen enormes cantidades de agua y electricidad; promueve la venta de armas incluso a regímenes que violan los derechos humanos. Sólo sus ansias de riqueza y dominio cuentan. Esta depredación de la naturaleza y la vida humana va de la mano con la política de la crueldad que hoy se extiende por todo el mundo.

Si en el siglo XX, estigmatizar al otro como “plagas”, sacar provecho de los seres humanos como si fueran bultos, todavía se veía como una aberración histórica, aunque explicable en función de ideologías y afanes de dominación criminales, hoy predomina el estado de excepción. En nombre de la “seguridad nacional” o de la lucha contra la criminalidad, se tacha de “enemigos” (de la nación, la pureza nacional, la religión, el grupo) a poblaciones enteras, se les somete a todo tipo de vejaciones, expulsiones, matanzas, en total impunidad.

Así, el presidente de EU califica de “basura” a poblaciones y países enteros y promueve la sistemática persecución y expulsión de migrantes, a través de una lucrativa red de cárceles; el gobierno ruso se empeña en destruir Ucrania, alimenta su maquinaria de muerte incluso con reclutas rusos sin preparación y mercenarios extranjeros; en Sudán diversos grupos armados masacran, violan, despojan a poblaciones enteras; en México el crimen organizado (con la complicidad de autoridades omisas o coludidas) desaparece a miles de personas, siembra terror masacres y coches bomba; en el planeta, la trata sexual y laboral actualiza la globalización de la esclavitud. La destrucción de Gaza es para los cleptócratas encaramados en Washington una oportunidad dorada para negocios inmobiliarios y turísticos.

Este descenso hacia un mundo distópico pasa desapercibido para muchos por la fragmentación de la información y los sesgos de todo tipo de medios indiferentes o tolerantes ante la brutalidad de unos (socios, “amigos” o integrantes de gobiernos que podrían castigar la disidencia, estigmatizar a los críticos, promover ataques violentos contra ellos). Así, medios de prestigio internacional —y gobiernos sin escrúpulos— minimizan ciertos asesinatos y masacres, magnifican otros; presentan la violencia como algo inexplicable o atribuible a rasgos individuales o socioculturales “monstruosos”; medios e “influencers” financiados por grupos de poder o gobiernos amplifican estos sesgos. La censura y la manipulación contribuyen a distorsionar nuestra percepción y conocimiento de la realidad. La marea de mentiras, como explicara Arendt, nos lleva a dudar de todo, difumina la realidad.

La pendiente hacia la distopía se acelera con la difusión y promoción del odio. En nombre de religiones que llaman a “amar al prójimo”, se clama contra quienes profesan creencias distintas; en nombre de la pureza o del apego a un origen falsamente homogéneo, se propagan discursos enajenantes y fanáticos que fomentan la violencia contra los/las “otros/as”, por su color, su lugar de origen, sus ideas… Se confunde la violencia extremista con rasgos culturales o sociales de miles o millones; se evaden ciertos crímenes, se espectacularizan otros.

Cuando más habría que impulsar el pensamiento crítico y la creatividad, la educación se precariza: escuelas sin recursos; adolescentes que no saben aprender, que creen ciegamente en la IA, proclives a seguir a cualquier “gurú” que fomente la misoginia, la violencia; cuerpos y mentes dóciles, potenciales víctimas de la mercantilización o de la política del desecho.

Aun así, subsisten vías de resistencia enraizadas en la creatividad, la empatía, la indignación ante la injusticia o la frustración personal. Resistir en tiempos de vigilancia totalitaria es más difícil que nunca pero es indispensable.

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