Franco y la unanimidad forzosa

Hoy se cumplen cincuenta años de la muerte de Francisco Franco, ese señor bajito, de voz aflautada, que gobernó España después de que en 1936 se levantó contra la República legalmente constituida; lo hizo como quien decide que no le gusta el menú del día y prefiere imponer uno propio a base de cañonazos. Encontró dos compañeros de mesa: Adolfo Hitler y Benito Mussolini. Dos aliados discretos, que vieron en el español una inversión ideológica para el futuro. Lo que no sabían es que Franco, si bien era fascista, era partidario del “aquí no se mueve nadie”. Ni para adelante ni para atrás. Mientras ellos soñaban con imperios veloces, Franco se inclinaba por un país ralentizado, como si España fuera un reloj antiguo que sólo él tenía permiso para darle cuerda cada 12 años.

Franco fue declarado generalísimo —funeralísimo le llamó el poeta Rafael Alberti por los muchos republicanos que mandó fusilar. Se dedicó a gobernar el país como si fuese su finca privada y se proclamó: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, fórmula que siempre dejó en duda si el Todopoderoso estaba enterado y de acuerdo con el asunto. La frase sonaba más a excusa de niño travieso que a principio político: “No fui yo, fue Dios que me nombró Caudillo”. Una manera peculiar de justificar una dictadura.

En su régimen, Franco impuso una censura tan estricta que en España la cultura fue declarada en cuarentena permanente. Mientras en Europa la posguerra abría paso al existencialismo, al neorrealismo, a la nouvelle vague —nueva ola— y a los Beatles, España seguía entretenida con zarzuelas y cuplés, libros podados y películas folklóricas con olor a sacristía, donde los besos duraban menos que un parpadeo. Los literatos tenían que presentar sus obras a censores profesionales, escritores mediocres que corregían y mutilaban con fervor religioso. Si la creatividad europea se movía en technicolor, la española vivía en blanco y negro.

Y mientras tanto Franco, quieto, como si deseara que nadie sospechara que en España pasaba el tiempo. Gobernó con mano de hierro, todo lo tenía atado y bien atado. Bajo su mando, España se convirtió en una nación donde el progreso avanzaba a ritmo de subdesarrollo. El país llegó a mediados del siglo XX con la sensación de vivir en una cápsula: sin aire, sin novedades y sin posibilidad de cambiar de paisaje.

Pero Franco también tenía su talento. No todos los gobernantes logran durar 36 años sin permitir elecciones libres ni críticas públicas. Los únicos partidos permitidos eran los de fútbol y presidentes hubo sólo en las plazas de toros —el equivalente a los jueces en nuestra moribunda fiesta taurina. Su longevidad política inspiraba, si no admiración, al menos perplejidad. Logró mantenerse en el poder en parte gracias al miedo, en parte gracias a la propaganda, y en parte gracias a la aristocracia y a la iglesia católica. El país entero aprendió a vivir sin levantar demasiado la voz, no fuera a ser que el Caudillo, desde el Pardo, considerara aquello un exceso de entusiasmo democrático.

Finalmente, el 20 de noviembre de 1975, Franco murió tras una larga y dolorosa agonía —no merecía menos. El país vivió una transición política que demostró que España sí sabía moverse cuando dejaban de atarle los tobillos. Las artes florecieron, la cultura se desató y la sociedad descubrió que la libertad, aparte de ser un derecho, podía ser divertida.

Hoy, cincuenta años después, queda claro que el legado de Franco es una advertencia histórica: una España que perdió décadas de avance por la obstinación de un hombre que confundió el orden con la inmovilidad y la patria con su propio retrato. Hoy puede decirse que a pesar de tanta obstinación, su intento de anquilosar al país murió con él. España sobrevivió al Caudillo y, a juzgar por su vitalidad contemporánea, lo hizo con más ganas de vivir que nunca.

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