Extraviarse para una crónica berlinesa

Extraviarse para una crónica berlinesa

En Berlín se habla español, también turco y ruso; francés, chino e hindi. Óbviese que el alemán y el inglés cunden en esta capital de la historia, producto precisamente de sus crucialidades, estados críticos, puntos vértice en la historia de la humanidad, de esos que dejan cicatrices, algunas para bien, otras por escarmiento de unos cuantos.

Berlín está envuelta por capas y capas de maneras de nombrar el mundo. Es una ciudad volcánica, por definición exenta de la literalidad más por sus tantos sentidos metafóricos, por sus testimonios pétreos hechos arquitectura y por los rostros de júbilos y tragedias talladas en los muros y mirándose de frente. Sobre todo por su polifonía.

Se susurra y también se grita, y no pasa nada, nadie se incomoda ni se indigna, al menos no abiertamente. De acuerdo con el censo demográfico de 2022, en Alemania vivían alrededor de 15.6 millones de personas inmigrantes en el país, lo que hace tres años representó a un 19% de la población, pero si se hablase de personas con trasfondo migratorio –es decir, descendientes de al menos una persona nacida en el extranjero– la cifra se expande sobre un universo de 25.2 millones de habitantes equivalentes a poco más del 30% del total de la población, y creciendo, según estimaciones de la Statistisches Bundesamt u Oficina Federal de Estadística en el país germánico.

Brasil – París – Berlín

Hace apenas un par de días, Luiza arribó al Aeropuerto Berlín-Brandenburgo, procedente de São Paulo. Viajó alrededor de 15 horas desde el cono sur hasta su escala en esa trampa laberíntica que es el aeropuerto de París. Con pocos minutos de margen y un sprint digno de una deportista de alto rendimiento, Luiza alcanzó su conexión con rumbo a la otrora capital de Alemania.

Desde el aire, seguramente se percató de la singular belleza de esta región lacustre, de afluentes que irrigan los pequeños grupos de casas que se repiten cada vez más y más hasta que terminan agrupándose en la gran mancha berlinesa, atajada por el río Dahme, el sintético Teltowkanal y sobre todo el Spree que serpentea por toda la zona centro.

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La joven periodista retoma aquella angustia, porque de regreso a Brasil habrá de hacer una conexión de apenas una hora en Ámsterdam, y seguramente tendrá que pegar otra carrera para montarse en el armatoste que la llevará en sus entrañas de regreso a esa ciudad de São Paulo que evoca a la distópica “Brazil” –la ciudad de ficción representada por Terry Gilliam en 1985– y sus interminables helipuertos que, lastimosamente, son sólo para unos cuantos.

Pero antes, Luiza se dice sorprendida por esa rebosante vida plurilingüe en las calles de Berlín. Y reflexiona, antes de despedirse, que es paradójica la enorme conexión que hay entre Brasil y México, y asegura que para un brasileño es mucho más fácil entenderse con hispanohablantes que con un portugués. También reconoce la existencia de un complejo, porque si bien el país sudamericano es, con todo derecho, una nación latinoamericana, la marginación de los vecinos existe, y existe sobre todo por la barrera del idioma, aunque sea más generosa que con las barreras del portugués peninsular y el amazónico.

Luiza se despide, pero promete volver pronto a este idilio de ciudad, para seguir explorando sus posibilidades.

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¿Qué es ese ramillete de aromas?

¿Cuál es ese olor que destila en el centro de Berlín? ¿Por qué el jabón, algunos aromatizantes de interiores, su transporte público –de aromas amables, a veces triunfadores frente a las plenipotentes fragancias orgánicas de los bajopuentes o junto a los ríos–, y las tardes ventosas hermanan sus fragancias? ¿Será el otoño? ¿Serán las panaderías? ¿Será exclusivamente la zona turística mientras que los márgenes, que entre más distantes de este punto neurálgico huelen un poco más a orines añejos, como muchos describen?

En la otrora capital de tres imperios distintos, se mezcla el olor a curry, a pan horneado, a döner kebab, que es la comida callejera más popular de Alemania –de origen turco, pero reinventada–; pero también huele a almizcle vegetal, a vetiver, a petricor, a hojas lánguidas liberando sus últimos vapores.

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Alexanderplatz “im Bau”

Los locales la llaman simplemente “Alex”. Alexanderplatz es una de las zonas de referencia en esta ciudad. Desde aquí se han grabado videos con mensajes similares a: “Solamente en Berlín suceden cosas tan surrealistas cómo ésta”, acompañados de imágenes, efectivamente, como sacadas sin ver de un gabinete decimonónico de curiosidades o, como aquí le llamarían: Wunderkammer.

A Alexanderplatz le acompañan construcciones de estimaciones inconmensurables. A un par de cuadras solamente se yergue la Catedral de Berlín, que comenzó su leyenda en 1895 pero que no dejó de crecer con sus distintas etapas constructivas sino hasta 1905, cuando se consolidó como la iglesia protestante más grande del siglo XX en Alemania que, entre las penumbras de su arquitectura esconde bellas esculturas que observan la vida pasar, que no desfiguran su gesto para aparecer perfectamente en los cientos y cientos de imágenes que los turistas toman desde todas las orillas del Spree.

Y nada más cruzando la afluente, inevitable se yergue el Fernsehturm de Berlín, una construcción bestial de 368 metros de altura –se trata de la estructura más alta de Europa, visible desde cualquier parte de la ciudad– inmutable desde que fue erigida, entre 1965 y 1969, en plena Guerra Fría; el orgullo de la Alemania comunista. A escasos pasos de allí, un muro partió al mundo en dos y también la vida de cientos de familias.

La historia que se posa sobre los hombros de Berlín es de interés global. Esta ciudad estuvo cercenada por más de 40 años. Más hacia atrás en el tiempo, entre 1940 y 1945 cayeron 363 bombardeos que aniquilaron no se sabe si a 20 mil o 50 mil personas. En este sitio, en este preciso lugar, los hechos cambiaron definitivamente el trazo de la humanidad.

El Weltzeituhr o Reloj Mundial –instalado en 1969 en Alexanderplatz con una forma cilíndrica que, con su giro incesante indica al mismo tiempo la hora exacta en 24 ciudades de todo el mundo– no se fatiga. Indica que son las 12:26 en la Ciudad de México y también en Nueva Orléans y en la Isla Galápagos, mientras que aquí, en está gélida plaza de tropel cálido, son las 20:26 horas.

De Rumania para el mundo

Tudor ha emigrado con toda su familia, procedentes de Rumania. Ha estado trabajando por al menos cinco horas, en cuclillas o apoyado sobre sus rodillas, ahora mismo a unos cuatro grados centígrados que se perciben todavía de menor graduación por la ventisca que azota el espacio abierto.

Tudor trazó un círculo con tiza blanca de unos cinco metros de diámetro. Está rellenando el interior de corazones pintados con las banderas de cuanto país se le solicite. La dinámica es la siguiente: el solicitante muestra algunas monedas de su nación de origen y solicita a Tudor que ejecute la insignia correspondiente. Una vez concluida la ejecución, el artista de los crayones procede a depositar las monedas sobre la bandera.

Hasta ahora hay banderas de Macedonia, Serbia, España, Irán, Perú, Líbano, Chequia, Brasil, entre al menos unas cincuenta con sus respectivos metálicos acuñados. Ahora mismo está dibujando los colores y el escudo mexicanos, a petición de un visitante que le entrega 16 pesos: una moneda de diez y tres de dos.

En eso se aproxima un par de jóvenes que le preguntan en un inglés apenas comprensible si podría dibujar la bandera de Israel. Pero éste responde: “No puedo dibujar a Israel”, y el dúo de jóvenes le plantean que no comprenden la complejidad de colocar una bandera más, como todas; pero el joven rumano contesta: “No es por mí. Lo intenté y la gente de inmediato me ha pedido que lo borre”.

Su madre y su hermana lo observan, sentadas en un pequeño escalón a la proximidad. Hace bastante frío. Tudor comparte que está juntando dinero de todo el mundo para cambiarlo por una divisa que le pueda dar sustento a su familia, al menos por una noche más, en esta geografía.

Es Berlín, es Alexanderplatz, la ciudad donde cabe el mundo, o casi todo.

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