¿Excepción a la regla?

La relación entre México y Estados Unidos parece, por momentos, un matrimonio de alta intensidad profundamente asimétrico. Y como ocurre con algunos vínculos largos y desequilibrados, el divorcio no es imposible, pero sí impensable sin un cálculo previo: el peso de los hijos, los bienes compartidos, las dependencias emocionales y económicas. Esta dinámica compleja e interdependiente explica, en parte, por qué México obtuvo una excepción en la última ola arancelaria impuesta por el presidente Donald Trump.

El detalle, sin embargo, es que la importancia de esta unión no es recíproca. Mientras Estados Unidos mantiene alianzas estratégicas diversificadas, México sigue atado a una sola relación: la más importante de su agenda internacional. Con todo, para el oficialismo, la nueva pausa arancelaria es un “gran acuerdo”, uno que, afirman, no implicó nuevas concesiones.

Pero la realidad es harto más compleja que el relato de las mañaneras. Por un lado, se mantiene el status quo y, con él, un alto grado de incertidumbre y de costos. El acceso preferencial del que gozaban las exportaciones mexicanas se ha erosionado. Hoy es menor para sectores clave como el acero, el aluminio, el cobre, los automóviles y todos aquellos productos que no cumplen con las reglas de origen del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá (T-MEC). Los siguientes 90 días prolongan el impasse en tanto las reglas del juego siguen sin definirse.

Por otro lado, aunque la complejidad de la relación bilateral impide desmontarla de un día para otro, es claro que Estados Unidos tiene el sartén por el mango. La incertidumbre se mantuvo hasta el último minuto. De hecho, la presidenta necesitó una nueva llamada telefónica con Trump para poder anunciar algún tipo de arreglo. Evidencia de que, pese a semanas de negociaciones y visitas del gabinete a la capital estadounidense, del lado mexicano, no había certeza sobre la decisión final. La prórroga parece más bien una pausa calculada por parte de Estados Unidos porque en esta relación, la última palabra casi siempre está del otro lado de la frontera.

Quienes hoy aplauden el trato “excepcional” que ha conseguido México, en realidad están reconociendo los costos de la unión, más que los méritos diplomáticos de la administración. Con todo, y sin el ánimo adulatorio de los miembros del gabinete, parece que la presidenta Claudia Sheinbaum ha aprendido a hablar el idioma del inquilino de la Casa Blanca. Ahí está, por ejemplo, cuando propone a Trump un “acuerdo global” y se alinea con su obsesión por corregir el déficit comercial bilateral.

Pareciera, incluso, que ha ganado cierta consideración de parte de Trump —al menos en sus buenos días. Pero, desde mi perspectiva, cuando la cortesía proviene de figuras autoritarias como el indivuduo en cuestión, más que respeto, puede encubrir una forma velada de control. Y lo cierto es que México ha sido más complaciente que confrontativo. Ha hecho montones de concesiones porque no tiene muchas alternativas. Un ejemplo concreto es el endurecimiento del control migratorio y la política deliberada de mantener a miles de personas varadas en la Ciudad de México para evitar que lleguen a la frontera norte.

México no ganó el partido. Se llegó, si acaso, al medio tiempo de una contienda tensa, donde se ha atemperado el tono de la confrontación, pero no se ha resuelto el conflicto. Y como dijo el propio Trump, quedan pendientes temas espinosos como las barreras no arancelarias. A eso se sumarán el tema de China y la revisión del T-MEC.

Cada marzo, la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos (USTR) publica su informe sobre barreras al comercio. El de este año —un documento de casi 400 páginas— enumera decenas de obstáculos en México: prácticas regulatorias opacas, restricciones a la inversión y favoritismo sistemático hacia empresas estatales. Basta una lectura rápida para entender que estos 90 días no son fruto de la “excepcionalidad” mexicana, sino una tregua inestable disfrazada de acuerdo.

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