Envejecimiento y longevidad: dos proyectos para una sociedad
En los discursos oficiales sobre salud, desarrollo y políticas sociales, es común encontrar referencias al “envejecimiento de la población” como uno de los grandes desafíos del siglo XXI. Detrás de esa formulación se esconde un discurso marcado por la lógica médica dominante. Mientras la ciencia y la sociedad celebran los avances que han permitido vivir más años a las personas, la palabra longevidad rara vez aparece en los documentos técnicos o los mensajes gubernamentales. Se prefiere hablar de envejecimiento, generalmente en términos negativos, de carga, dependencia y costos. Esta elección comunicativa contiene una posición conceptual, política y cultural. Implica una forma de entender el cuerpo, el tiempo y la vida desde una mirada centrada en el déficit.
Aunque el envejecimiento ha sido inscrito dentro de una interpretación biologicista, no siempre fue concebido como una etapa definida del curso de vida. En el discurso dominante, suele percibirse como un proceso inevitable de declive funcional, pérdida de capacidades y mayor exposición a enfermedades. Esta visión ha sido aún más reforzada por el dominio del modelo biomédico, que concibe la salud como la ausencia de patología y se especializa en diagnosticar, clasificar y tratar déficits. Desde esta lógica, el envejecimiento se medicaliza: se convierte en una enfermedad en sí misma. Incluso una persona mayor, aunque sana, es considerada como potencialmente enferma.
Al introducir la longevidad a la narrativa se cambia el enfoque. En lugar de concentrarse en lo que se ha perdido, nos invita a observar lo que se ha preservado, transformado o incluso adquirido con los años. Introduce conceptos como la variabilidad vital, la trayectoria biográfica, la experiencia acumulada y la capacidad de adaptación social. Pero, sobre todo, obliga a formular preguntas, no fáciles de responder: ¿qué condiciones hacen posible vivir más y mejor? ¿Y por qué esa posibilidad no está distribuida de manera equitativa?
La longevidad, entonces, se vuelve un concepto incómodo para el discurso tecnocrático porque: a) muestra la desigualdad estructural (quién llega y quién no llega a viejo, y en qué condiciones); b) desafía el modelo de salud centrado en lo curativo y en lo especializado, y c) exige políticas públicas sostenidas en el tiempo, no intervenciones puntuales.
Tanto el envejecimiento como la longevidad operan en dos niveles, y diferenciarlos puede enriquecer la comunicación y las políticas. Nombrar esta distinción ayuda a evitar errores de comunicación y a plantear acciones distintas. Para el individuo: autocuidado, redes de apoyo, entornos protectores. Para la sociedad: inversión en salud pública, justicia social y entornos equitativos.
Implicaciones para las políticas públicas
La planificación para una población “envejecida” no debe confundirse con una sociedad “longeva”. Este contraste semántico revela dos horizontes políticos en competencia: uno orientado a contener los efectos del deterioro, y el segundo a la materialización de trayectorias de vida dignas y equitativas. Comprender esta distinción es crucial para reimaginar la acción pública.
Si el envejecimiento se sigue considerando como algo malo para la salud, la respuesta social organizada se centrará en gestionar más hospitales, más medicamentos y más especialistas. Pero en cambio, si hablamos de la longevidad como un derecho, el horizonte debe ser otro. El interés se vuelca al rediseño del sistema de salud con un enfoque geriátrico, incluyente y comunitario; creando entornos amigables para las personas mayores y valorando la contribución de los adultos mayores a la sociedad.
Es conveniente recordar que la noción de “envejecimiento saludable” fue adoptada por la OMS en 2015 como una evolución del concepto anterior de “envejecimiento activo”, promovido desde 2002. En su momento, el envejecimiento activo representó un avance significativo frente a modelos asistencialistas y pasivos de la vejez, al proponer una visión centrada en la participación, la salud y la seguridad de las personas mayores. Sin embargo, con el tiempo, esta noción mostró limitaciones pues tendía a idealizar trayectorias autónomas y funcionales, sin considerar suficientemente las desigualdades estructurales, la diversidad de capacidades o las condiciones del entorno.
En respuesta a estas limitaciones, el concepto de envejecimiento saludable incorporó una mirada más compleja reconociendo que la capacidad funcional de una persona mayor depende tanto de sus condiciones individuales como del entorno físico, social y económico en el que vive. Sin embargo, en el contexto actual, marcado por profundas desigualdades acumuladas a lo largo del curso de vida, esta noción nuevamente resulta limitada para orientar políticas transformadoras. Requiere ser complementada —o incluso sustituida— por marcos que reconozcan la longevidad como un derecho, y no como una responsabilidad individual de envejecer bien.
Por lo mismo, consideramos que usar el término de longevidad saludable en lugar de envejecimiento saludable en el desarrollo de políticas públicas puede ser útil para la condiciones actuales. Este cambio no es solo lingüístico y mecanicista: reorganiza el planteamiento de cómo se concibe la vida prolongada en el mundo. El envejecimiento saludable implica un énfasis en mantener el funcionamiento individual en la vejez, mientras que la vida larga saludable significa que la vida prolongada es un proceso social condicionado y desigual que debería gestionarse con base en la afirmación de derechos. Añadir longevidad saludable no es vivir más tiempo, sino vivir más años con dignidad, sin discriminación, con fuertes lazos sociales, protección económica y acceso equitativo a la salud, la cultura y el cuidado.
También interesa alejarse de una narrativa del envejecimiento como déficit, riesgo o pérdida de la salud y adoptar una narrativa que aprecie la experiencia acumulada, el potencial intergeneracional y la contribución activa de los ciudadanos mayores. Se busca reconocer que los determinantes sociales de la longevidad saludable comienzan en la infancia, en el trabajo, en las relaciones de género, en el acceso diferencial al cuidado. En consecuencia, los gobiernos deberían comprometerse a desarrollar e implementar políticas públicas que contribuyan al cumplimiento de la longevidad saludable, como una expresión de justicia social acumulada, no como una consecuencia individual cuidado familiar o del autocuidado.
Dos proyectos de una sociedad en disputa
En el campo del poder simbólico, como diría Pierre Bourdieu, el lenguaje no es solo un reflejo de la realidad, sino un instrumento de dominación. Nombrar es clasificar, y clasificar es distribuir poder. En este sentido, pudiera ser que los términos envejecimiento y longevidad son parte de una disputa en la que diferentes actores intentan imponer su visión del mundo.
Por su parte, Michel Foucault considera que los discursos oficiales no son solo expresiones lingüísticas, sino que producen efectos de verdaden el imaginario colectivo. En el caso del envejecimiento, el discurso médico y demográfico ha logrado institucionalizar una visión que asocia el paso del tiempo con deterioro y déficit. El concepto de envejecimiento poblacional opera como una categoría científica pero también disciplinaria, que permite regular cuerpos, asignar recursos y definir prioridades.
Desde esa perspectiva, lo que se observa hoy es una asimetría semántica funcional al orden establecido. Envejecimiento se impone como término legítimo, técnico, medible, institucional, que naturaliza la fragilidad. En cambio, longevidad aparece como palabra periférica, rara vez presente en informes oficiales. Su uso obliga a pensar en derechos y en calidad de vida. La disputa por el lenguaje no es menor,entre envejecimiento y longevidad se enfrentan dos proyectos de sociedad. Uno basado en la contención del deterioro; el otro, en la promoción de vidas plenas y dignas hasta el final del curso vital.
La forma en que nombramos los procesos sociales y biológicos condiciona la manera en que los entendemos, los gestionamos y los valoramos. Hablar de longevidad no es solo una cuestión de optimismo; es una toma de posición ética y política. Implica reconocer que vivir más años no debe ser una amenaza, sino una conquista colectiva, siempre y cuando esté acompañada de derechos, cuidados y justicia.
Para lograrlo, es necesario desmontar el monopolio del discurso médico sobre el envejecimiento, abrir el debate a otros saberes —como la gerontología crítica, la economía feminista del cuidado, la sexualidad después de los 60 años, los movimientos sociales de personas mayores— y construir un nuevo relato: uno que no tema a la vejez, sino que la abrace como parte plena de la vida.
Disputar el lenguaje no es un ejercicio académico menor. Es una forma de intervenir en la realidad. Nombrar la longevidad como derecho es abrir un horizonte ético y político que cuestione las estructuras que hoy hacen que no todas las personas tengan las mismas posibilidades de llegar a viejas, ni de vivir esa etapa con dignidad. En el fondo, no estamos discutiendo sólo palabras. Estamos eligiendo el tipo de sociedad que queremos construir.
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
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