¿En qué me equivoqué?
Ésta es una frase recurrente simplemente porque cometer errores es inevitable. Son parte del riesgo de actuar, de decidir, de relacionarse… ¡de vivir! Algunos de ellos se pueden subsanar con una disculpa o con una buena conversación, otros, en cambio, dejan una marca que no se borra con sencillez. Y no necesariamente por su gravedad, sino por su afectación a la confianza, en la percepción o en el vínculo.
Este artículo, como casi todo lo que escribo, nace de una reflexión personal. Recientemente, viví una situación que me hizo preguntarme: ¿hay errores que, por más que se expliquen o se enfrenten con honestidad, ya no se pueden enmendar?
En lo personal o en lo profesional, a veces lo irremediable no es el error, sino lo que representa para el otro.
Si hablamos específicamente del mundo laboral, hay errores que, aunque no impliquen consecuencias en el negocio, tienen un alto costo en la cultura organizacional. Porque lo que se pierde no es un dato ni un KPI, sino la sensación de pertenencia, la confianza en el liderazgo o la cohesión de un equipo.
El problema no siempre es lo que pasó, sino cómo se vivió.
Las áreas de Capital Humano lo sabemos bien: el impacto de una decisión no depende sólo de su contenido, sino de su forma, su oportunidad y su percepción. Cuando un colaborador siente que no es escuchado, respetado o considerado, la confianza se resiente. Y una vez rota, rara vez vuelve a ser la misma.
Más allá de las consecuencias individuales, este tipo de errores puede tener efectos sistémicos: aumento en la rotación, pérdida de compromiso, clima laboral deteriorado o desgaste en el liderazgo. No se ven en los indicadores de corto plazo, pero terminan impactando el desempeño de largo plazo.
¿Qué vuelve irremediable un error?
Un error se vuelve irremediable cuando su efecto rebasa lo técnico y afecta lo relacional. Es decir, cuando no sólo se incumple un proceso, sino que se rompe un vínculo: la percepción de justicia, la integridad del liderazgo o la identidad cultural de la organización.
Desde la estrategia de talento, esto nos obliga a cambiar el enfoque: no basta con tomar decisiones correctas en el papel; es indispensable gestionar cómo se comunican, quién las transmite, cuándo se hacen y qué espacio se deja para procesarlas.
Cuando un error amenaza con volverse irremediable, la respuesta no debe ser emocional ni improvisada. Requiere pensamiento estratégico, capacidad de análisis y sensibilidad para intervenir con inteligencia. Estas son algunas recomendaciones desde el enfoque de resolución de problemas (problem solving) aplicado al liderazgo:
- Diagnostica el tipo de error antes de intervenir. No todos los errores son iguales: algunos son operativos, otros relacionales, y otros simbólicos. Antes de actuar, analiza qué tipo de daño se generó y a quién afecta realmente. El error técnico se corrige; el error humano se contiene; el error simbólico se repara con narrativa y coherencia.
- No soluciones el síntoma: aborda la causa. Muchas respuestas organizacionales son paliativas. Se ofrece una disculpa pública cuando el verdadero problema fue una exclusión sistemática, o se compensa a una persona cuando lo que se rompió fue la cultura del equipo. Identifica la raíz del conflicto y actúa desde ahí.
- Define el objetivo real de tu intervención. ¿Quieres calmar una crisis?, ¿reconstruir una relación? o ¿evitar la repetición? El enfoque cambia según el objetivo. Si se trata de reparar confianza, necesitas tiempo, conversación y presencia sostenida, no basta con una acción aislada. Si es contención, la empatía inmediata es clave. Resolver no siempre es lo mismo que restaurar.
- Actúa con velocidad, pero no con prisa. La rapidez en abordar un error es esencial, pero la solución no debe ser precipitada. Tómate el tiempo para diseñar una intervención proporcional, empática y alineada con los valores de la organización. El silencio prolongado daña, pero la respuesta impulsiva también.
- Evalúa el aprendizaje, no solo el resultado. Una vez enfrentado el error, genera retroalimentación. ¿Qué señales se ignoraron?, ¿qué falló en el diseño, la comunicación o la cadena de decisión? El problem solving estratégico no termina con el control de daños: se cierra con aprendizaje y rediseño.
Y sin embargo, a pesar de los esfuerzos, en ocasiones, el daño ya está hecho. En esos casos, la mejor respuesta no es justificar ni maquillar, sino asumir con madurez, ofrecer reparación posible (aunque no total) y aprender para no repetir.
Es importante reconocer el error, nombrarlo con honestidad y asumir sus consecuencias. Lo que se haga tal vez no repare el pasado, pero sí puede contener el resentimiento y abrir la puerta a una relación más honesta, incluso si no vuelve a ser igual. La responsabilidad madura, lejos de debilitar el liderazgo, lo humaniza y lo fortalece.
Como líderes, no siempre tendremos la certeza de haber tomado la mejor decisión. A veces actuamos con toda la intención de hacer lo correcto, y aun así la regamos. Porque liderar también implica fallar, y sostener con humildad las consecuencias de esos errores.
Los errores no siempre destruyen, pero sí nos transforman. Nos obligan a mirar de frente lo que perdimos y, a veces, a reconstruir desde otro lugar. Con menos certezas, pero con más conciencia.
¿Te suena? Apuesto a que sí.