El taxi y la economía estancada

“Llevo tres horas conectado y apenas dos viajes”, me dice Mario, un conductor de Uber en la Ciudad de México. Son las diez de la mañana de un martes cualquiera y el tránsito, que solía ser una señal inequívoca de actividad económica, parece más fluido de lo que debería, aunque va a vuelta de rueda. “Antes, a esta hora ya había hecho cuatro o cinco. Ahora apenas sale para la gasolina.”
La anécdota de Mario refleja lo que los datos confirman: la economía mexicana se ha estancado. De acuerdo con el Indicador Global de la Actividad Económica (IGAE) publicado por el INEGI, en agosto de 2025 la economía apenas creció 0.6% respecto al mes previo, y no tuvo variación anual. En otras palabras, el país está produciendo lo mismo que hace un año, pese a un entorno inflacionario, una población mayor y una creciente demanda de servicios digitales y presenciales.
El detalle sectorial muestra el contraste: mientras las actividades primarias, como la agricultura, avanzaron más de 15% anual, las actividades secundarias, que incluyen la industria, la construcción y la manufactura, cayeron 2.7%. Los servicios (terciarias) apenas crecieron 0.8%. Y si analizamos las cifras sin ajuste estacional, el balance es todavía más pesimista: el IGAE se redujo 0.9% respecto a agosto de 2024, con una caída acumulada de 0.1% en los primeros ocho meses del año.
Un mes después, el Indicador Oportuno de la Actividad Económica (IOAE) confirmó la tendencia: para septiembre, el INEGI anticipa una contracción anual de 0.6% y apenas un avance mensual de 0.1%. El golpe viene, otra vez, del lado industrial, una caída estimada de 3% anual en las actividades secundarias, mientras los servicios mantienen un crecimiento leve de 0.8%.
El problema no es coyuntural, sino estructural. El motor manufacturero mexicano, que durante décadas ha sido impulsado por su integración con Estados Unidos, está sufriendo las consecuencias de una desaceleración industrial al norte del Río Bravo. Los últimos reportes del Federal Reserve Board muestran que la producción manufacturera estadounidense ha perdido dinamismo desde el verano, afectada por tasas de interés altas, menor inversión privada y la reducción del gasto post-pandemia. Esa desaceleración cruza la frontera en forma de menos pedidos, menos horas trabajadas y menos inversión nueva en plantas.
Por otro lado, la fortaleza del dólar y la política restrictiva de la Reserva Federal encarecen el crédito y reducen la competitividad de las exportaciones mexicanas, especialmente en sectores que dependen de insumos importados. A esto se suma la incertidumbre política y regulatoria en sectores clave como energía, construcción y telecomunicaciones, que ha frenado decisiones de inversión doméstica.
México vive una contradicción: el discurso oficial celebra el nearshoring, pero las cifras revelan una economía que no logra traducir las oportunidades en crecimiento real. Las exportaciones manufactureras no alcanzan para compensar la debilidad interna; la inversión fija bruta sigue por debajo de los niveles prepandemia; y la productividad total de los factores, según datos del propio INEGI y del Banco de México, continúa estancada desde hace más de una década.
El país necesita algo más que buenos precios agrícolas o flujos récord de remesas para sostener el consumo. Necesita reformas estructurales profundas, certidumbre jurídica y una política industrial moderna que fomenten innovación y competencia.
De lo contrario, seguiremos viendo historias como la de Mario: trabajadores que dependen de la demanda diaria, que sienten la desaceleración antes que los economistas la midan, y que viven en una economía que avanza apenas lo suficiente para no retroceder.
Porque una economía que no crece es una economía que se desgasta. El reto para el próximo gobierno —y para el sector privado— será romper este círculo de bajo dinamismo, inversión contenida y productividad rezagada. De lo contrario, México corre el riesgo de consolidar una nueva normalidad: la del estancamiento silencioso.