El papa Francisco ante “el paradigma tecnocrático”

Con la muerte del Papa Francisco, se apaga una voz solidaria con las personas marginadas, perseguidas y migrantes. Aunque no rompió con el conservadurismo vaticano acerca de los plenos derechos de las mujeres, la diversidad sexogenérica, el aborto o la eutanasia, Francisco demostró apertura y sensibilidad ante grandes problemas del mundo. En particular, destacan su encíclica “Laudato sí” (2015) en defensa de la Naturaleza y de todos los seres vivos y, este año, su “Carta a los obispos de Estados Unidos”, en que recuerda la condición migrante de la familia de Jesucristo y, contra la política trumpista de deportaciones masivas, afirma la “dignidad infinita” de toda persona humana .

En “Laudato sí”, publicada poco antes de la COP21 que llevaría a los Acuerdos de París contra el cambio climático, Francisco aboga por el respeto y preservación de la vida en el planeta, a partir de una sólida y lúcida crítica del “paradigma tecnocrático”, depredador de personas, animales y recursos naturales. Contra esta “espiral de autodestrucción”, llama a dialogar, a considerar el bien común y a pensar la Tierra como una “casa común”.

Acorde con la visión católica del mundo como creación divina en que el ser humano tiene una condición privilegiada, el Papa argumenta que todo ser vivo y todo componente del planeta merece cuidado. Contra el androcentrismo y el individualismo, afirma que el ser humano no es dueño sino que debe ser un “administrador responsable” del mundo, usar su inteligencia y creatividad para encontrar nuevas formas de desarrollo que no dañen ni a la naturaleza ni a otros seres humanos y que garanticen una vida sostenible en el presente y en el porvenir.

El planeta, explica, ha sufrido grandes daños por la imposición de un modelo de desarrollo, basado en el afán de ganancias de una minoría apegada al “paradigma tecnocrático” (o “tecnoeconómico”) que ha usado los avances tecnológicos para sus propios fines – de enriquecimiento ilimitado-, sin considerar el impacto de sus acciones sobre los seres humanos y el equilibrio ecológico del planeta. Los combustibles fósiles, los desechos que convierten zonas enteras en basureros, el uso indiscriminado de venenos y la promoción del monocultivo en el campo, entre otros, han contaminado y degradado tierra, agua y aire. Los costos los pagamos todos, sobre todo las personas más pobres: daños a la salud, cambio climático acelerado, pérdida de biodiversidad, aumento de la miseria, la marginación y la violencia.

Promover la producción y el consumo ilimitados, sin considerar la finitud de recursos como el agua, favorecer la cultura del “usa y tira”, en efecto, amenaza el equilibrio ecológico de un planeta en que todas las especies son interdependientes. Facilita también la cosificación del ser humano en cuanto ese modelo depredador explota por igual a especies animales y seres humanos. En tanto ignora el bien común, la élite que controla la tecnoeconomía pasa por alto derechos humanos básicos como el derecho de todos a agua potable, pretende minimizar los daños a la salud de las comunidades afectadas por sus proyectos con “acciones filantrópicas aisladas” y niega el derecho a migrar de quienes se ven obligados a hacerlo por desastres climáticos. Las guerras, fomentadas por esas élites, solo agravan la degradación social y humana.

Desde una visión integral (apenas esbozada aquí), Francisco afirma la capacidad humana de “hacer el bien” y remediar los daños. No se trata, dice, de de-crecer ni de abandonar la tecnología. Importa encontrar un nuevo modelo de desarrollo, sostenible, regulado, que acabe con las desigualdades, erradique la miseria y garantice una vida digna para todos. Para ello, apela a la responsabilidad individual y social de creyentes y no creyentes, llama a crear una nueva “cultura ecológica” e insta a los gobiernos a actuar con seriedad.

En estos tiempos hostiles a la empatía y la justicia social, esta encíclica nos recuerda el valor de la ética y la solidaridad.

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