El nuevo Plan de Pemex
El martes pasado, el gobierno presentó el nuevo Plan Estratégico de Pemex. Más allá de los símbolos y la retórica del anuncio —que, como siempre, busca resaltar una idea nostálgica de soberanía— el documento tiene elementos positivos. No hay que hacerse ilusiones: no vamos a volver a ser un país petrolero ni van a desaparecer los problemas de Pemex. Pero ahí radica su primera virtud: reconoce que hay un problema.
Manteniendo las formas y el discurso de este sexenio, el plan marca un giro discreto pero significativo frente a políticas del gobierno anterior. La reciente maniobra financiera previa al anuncio —donde el Estado asume indirectamente parte de la deuda de Pemex mediante un vehículo especial— confirma la urgencia de estabilizar la precaria situación financiera. Esta operación, que obtiene financiamiento con tasas preferenciales subsidiadas por el erario, ofrece un alivio indispensable, aunque oneroso, para saldar pasivos urgentes con proveedores. Más que un simple parche, es un respiro vital que Pemex debe aprovechar para atender problemas estructurales críticos. Aunque no resuelve la ineficiencia operativa ni el declive productivo, abre una ventana para reorganizar sus finanzas y evitar el colapso.
El plan sorprende por su pragmatismo en Exploración y Producción. Reconoce, aunque con prudencia, la necesidad de una mayor participación privada en el área más importante de Pemex. El documento admite que la inversión y tecnología privadas son esenciales, sobre todo en campos de alta complejidad como aguas profundas y no convencionales. Aunque se mantiene el control estatal, la simple mención de “esquemas con privados” en estas áreas debe considerarse un avance considerable. El plan también hace referencia a “yacimientos de geología compleja”, un eufemismo para el uso de fracturación hidráulica y perforaciones horizontales —fracking— lo que debe celebrarse. Es una buena noticia que México, al fin, busque aprovechar su enorme potencial de producción, el mismo que al otro lado de la frontera convirtió a nuestro vecino en el principal productor del mundo.
El nuevo plan también muestra una disposición inédita para enfrentar los problemas estructurales de rentabilidad, planteando abiertamente, por primera vez, la necesidad de desinvertir en activos no estratégicos. Aunque no se menciona explícitamente, pocos activos son más deficitarios que el Sistema Nacional de Refinación, que acumuló pérdidas superiores a 1.7 billones de pesos entre 2018 y 2024; tan solo en 2024, las pérdidas alcanzaron 585,000 millones de pesos. La referencia a la reducción en la producción de combustóleo implica una disminución en el volumen procesado y un cambio en la mezcla de crudos utilizados en las refinerías del país, retomando así una estrategia basada en criterios de optimización económica para mitigar pérdidas.
En síntesis, es una buena noticia que este plan parta del reconocimiento de los problemas estructurales. Pemex es hoy una empresa en “soporte vital” por errores acumulados de muchas administraciones. El mundo en que el gobierno mexicano vivía de los rendimientos de Pemex se acabó hace tiempo, al igual que nuestra condición de país petrolero. Cualquier plan debe partir de esa realidad y dejar atrás visiones dogmáticas —neoliberales o nacionalistas— y enfrentar los problemas reales. El futuro de las finanzas públicas, y de Pemex, dependerá del éxito o fracaso de este plan. Ojalá se cumpla la promesa de terminar con los apoyos gubernamentales a Pemex en 2027. Solo el tiempo lo dirá.