El mundo se empezará a despoblar
Durante el siglo pasado y buena parte del anterior, el gran riesgo que se percibía para la humanidad era el de la sobrepoblación. Desde Thomas Malthus, la narrativa dominante era que el desbordamiento de nuestra especie podría agotar los recursos del planeta en su frenética multiplicación. Esa era la amenaza global. Hoy, sin embargo, el escenario ha cambiado, y lo ha hecho con una velocidad asombrosa. Ahora el telón de fondo para los futuros distópicos es precisamente el opuesto: el de la despoblación.
Nicholas Eberstadt, del American Enterprise Institute, la Escuela de Salud de Harvard y del consejo del Foro Económico Mundial, es uno de los analistas que más ha estudiado el tema. Advierte que la humanidad se encamina hacia un territorio desconocido, un crepúsculo demográfico cuya magnitud apenas comenzamos a asimilar. Su tesis es contundente: por primera vez desde los estragos de la Peste Negra en el siglo XIV, que afectó a toda Eurasia (y no solo a Europa, como a veces se piensa), la población mundial se encamina hacia un declive sostenido. La diferencia es que, esta vez no será una epidemia o una calamidad natural la que se encargue de mermar a la población, sino las decisiones individuales y cotidianas de las personas: la elección de tener menos hijos o de no tenerlos en absoluto.
Esto ha llevado al descenso persistente y generalizado de las tasas de natalidad por debajo del nivel de reemplazo, que son 2.1 hijos por mujer. Una cifra menor a esa, hace que los países pierdan población en cada intercambio generacional. Actualmente, dos tercios de la humanidad vive en países con tasas de fertilidad por debajo de este umbral.
Los datos son contundentes. Para 2023, los niveles de fertilidad estaban un 40% por debajo del nivel de reemplazo en Japón; más del 50% en China; casi un 60% en Taiwán y un asombroso 65% en Corea del Sur, el país con el menor índice de natalidad del mundo (0.7 hijos por mujer).
Actualmente, dos tercios de la humanidad vive en naciones que se están empezando a quedar sin gente. Algunas de las que se encuentran en mayor riesgo son precisamente los países asiáticos mencionados: en Japón se venden más pañales para adultos que para bebés; China, que ha dejado de ser el país más poblado del mundo, enfrenta un declive demográfico que puede afectar a su crecimiento. La citada Corea del Sur, según la OCDE, podría perder la mitad de su población y convertirse en un país de apenas 25 millones de habitantes para 2100.
Indonesia, el cuarto país más poblado del mundo, se unió al club de las naciones que no alcanzan el umbral de reemplazo. En Tailandia, las muertes superan ahora a los nacimientos. En India, que hoy es el país más poblado del mundo, los niveles de fecundidad urbana han disminuido radicalmente, tanto que en la enorme Calcuta, por ejemplo, la tasa de fecundidad ha bajado a un alarmante nacimiento por mujer, menos de la mitad del nivel de reemplazo.
Viejo y envejecido continente
De Europa no hace falta esperar mucho más. De hecho, hoy se habla de que se está vaciando, sobre todo en muchas de sus zonas rurales. Es un continente que se está quedando sin personas. En la península ibérica es ya un término habitual hablar de “la España vaciada”, o vacía: cientos o quizá miles de localidades en las que sólo viven algunas cuantas personas de la tercera edad.
Italia, Polonia y Alemania se están despoblando, como cualquier otro país del viejo continente. No se diga Rusia, que está entre las naciones que más se sitúan en riesgo (y encima de todo inicia una guerra no provocada e insensata que le hace perder a cientos de miles de sus jóvenes en edad fértil). La Unión Europea ha sido una zona de mortalidad neta desde 2012 y, según señala Eberstadt, desde 2022 registró cuatro muertes por cada tres nacimientos (a pesar de ello, los partidos ultraderechistas que van ganando más y más espacios en toda Europa, pugnan por frenar la migración).
No hay continente que se salve de este fenómeno. Estados Unidos, que se había mantenido con buenos números, en comparación con otros países desarrollados, y que además contaba con la migración, ahora presenta una tasa de fertilidad de menos de 1.6 hijos por mujer (2024), un mínimo histórico. Y a partir de la segunda presidencia de Donald Trump, la inmigración en buena medida se ha detenido.
En América Latina sucede lo mismo: se informa que tanto en Bogotá como en la Ciudad de México “hay tasas inferiores a un nacimiento por mujer”. África del norte tampoco se abstrae del fenómeno, y el único bastión que queda contra la ola mundial de despoblación es el África subsahariana, con su tasa de fertilidad promedio de 4.3 nacimientos por mujer. Pero incluso allí, las tasas están cayendo.
Es una tendencia global que no se detiene en ningún rincón del orbe y que tiene que ver con el estilo de vida contemporáneo que privilegia la búsqueda del desarrollo de los individuos antes que el formar familia, así como la onerosa carga económica en que se ha convertido tener hijos y educarlos en el mundo actual (además del temor a cuestiones como las guerras, la inestabilidad política global o el cambio climático).
Esto traerá una transformación que no alcanzamos a concebir. Las economías, habituadas a un flujo constante de nuevas generaciones que alimentan la fuerza laboral, el consumo y la innovación, se verán confrontadas con una escasez creciente de brazos y mentes jóvenes. Los sistemas de bienestar social, particularmente las pensiones, construidos sobre un pacto intergeneracional que presupone una base de contribuyentes cada vez más amplia, se tambalearán bajo el peso de una población envejecida que demanda más y produce menos. No será un colapso súbito, sino una erosión gradual, una “melancolía demográfica” que podría socavar la confianza y la cohesión social.
Una diferente visión
No obstante, hay una postura distinta, que es la del economista Vegard Skirbekk (del Instituto Noruego de Salud Pública y la Universidad de Columbia), quien argumenta que el pánico por la crisis de los nacimientos se funda en una falacia interpretativa. No niega la caída de la natalidad, pero la resignifica.
Para este autor, el descenso de la fertilidad es el resultado de desarrollos que, lejos de ser ominosos, son celebrables: la autonomía reproductiva de las mujeres, el acceso a la educación, la mejora de la salud infantil que elimina la necesidad de tener muchos hijos para asegurar la supervivencia de unos pocos.
Aduce que, en la actualidad, las mujeres posponen la maternidad, no necesariamente la eluden por completo, y que esto puede distorsionar algunas estadísticas. Sugiere que, si las sociedades logran adaptarse, un mundo con menos habitantes podría ser, de hecho, más sostenible, con menos presión sobre los recursos naturales y una oportunidad para reasignar proyectos desde la “cantidad” de hijos hacia la “calidad” de la vida para cada ciudadano, invirtiendo más en educación, salud y bienestar. Ofrece una invitación a la creatividad institucional, a reimaginar el bienestar en un contexto de recursos liberados de la constante expansión demográfica.
¿Esto podría conducir a una sociedad más próspera y equitativa, aunque numéricamente más reducida? La respuesta podría situarse no en un extremo u otro, sino en la dialéctica entre un cambio inevitable y la formidable capacidad humana para la adaptación.
Es innegable que las estructuras sociales y económicas actuales, forjadas en la idea del crecimiento, enfrentarán presiones desconocidas. Las naciones que no logren atraer y retener a mentes y brazos jóvenes se verán en desventaja. Los políticos, que tan a menudo son miopes ante los fenómenos de largo plazo, tendrán la difícil tarea de explicar la necesidad de ajustes impopulares.
Pero, insiste Skirbekk, la historia nos ha demostrado una y otra vez que la humanidad es una criatura de asombrosa resiliencia. La automatización y la inteligencia artificial podrían convertirse en aliados insospechados en lugar de ser amenazas para el mundo laboral, y podrían compensar la disminución de la fuerza de trabajo. La “despoblación” podría, paradójicamente, ser el catalizador de una nueva era de prosperidad sostenible, aliviando la presión sobre los ecosistemas y permitiendo una distribución más equitativa de los bienes y servicios.
Proponen que un mundo con menos gente y menos obsesión por el crecimiento, quizá ayude a valorar más otras cosas como la calidad de vida, la educación continua y la creatividad.
El verdadero peligro, entonces, residiría en el populismo y sus ya consabidas soluciones simplistas, que podría paralizarnos o, peor aún, conducirnos a medidas coercitivas que atenten contra las libertades individuales. Del mismo modo, un optimismo ingenuo, que ignore la necesidad de una preparación rigurosa, nos dejaría a merced de inevitables tensiones políticas y sociales.
La era del crepúsculo demográfico nos exige una profunda madurez intelectual y política. Nos pide que observemos los datos con una honestidad brutal, sin por ello perder la confianza en la capacidad humana para resolver problemas. Se trata de entender que la libertad de elección, particularmente la de las mujeres sobre su propia fertilidad, ha cambiado la demografía, y que esta reconfiguración, si se aborda con sabiduría, puede ser una fuente de renovada vitalidad.
Entonces, concluye este segundo autor, el gran desafío de nuestro tiempo no es cómo detener el declive, sino cómo construir sociedades robustas, justas y florecientes en un mundo que, por primera vez en siglos, tendrá que vivir con menos, y quizás también deberá aprender a apreciar más lo que tiene.