El genocidio es un delito fundamentalmente político: por qué es importante para Gaza

Cuando un sabio señala la luna, el necio mira el dedo”.

Este proverbio, atribuido a Confucio, apunta a la tendencia humana a centrarse en el mensaje, el mensajero o el concepto en lugar de en la realidad que este refleja, especialmente cuando dicha realidad puede resultar incómoda o perturbadora. Hoy en día, esta noción resulta muy relevante para la matanza y la hambruna que se están produciendo en Gaza.

Muchos académicos, abogados, periodistas y funcionarios han calificado las acciones del Gobierno de Israel en Palestina como genocidio, crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad. El Gobierno de Israel y sus aliados refutan estas acusaciones, pero a menudo lo hacen basándose en el antisemitismo o en motivos ocultos, en lugar de en la verdad objetiva sobre los hechos en sí. Al mismo tiempo, muchos activistas utilizan estos conceptos sin comprender plenamente sus implicaciones teóricas.

El genocidio es distinto de otros crímenes. No es una palabra que deba utilizarse a la ligera, ni una forma de describir un delito común a mayor escala. El genocidio requiere una base política e ideológica que permita justificar, tanto a nivel institucional como colectivo, el exterminio de un pueblo y su cultura, y lo presenta como una medida legítima o incluso deseable.

Por lo tanto, para pensar en términos de genocidio, debemos mirar más allá del individuo y analizar los episodios de violencia masiva como acontecimientos políticos, históricos y antropológicos.

Conceptualización del genocidio

Aunque los genocidios se han producido a lo largo de la historia de la humanidad, el término en sí es un neologismo acuñado por el abogado polaco Raphael Lemkin a principios de la década de 1940. Lo hizo reconstruyendo varios acontecimientos históricos que habían provocado la destrucción de culturas.

Basándose en el trabajo del antropólogo polaco Bronisław Malinowski, encontró ejemplos de tal destrucción en la expansión colonial europea por todo el mundo y en actos como el asesinato en masa de armenios en Anatolia durante la Primera Guerra Mundial. Tras evaluar estos acontecimientos, llegó a la conclusión de que no existían instrumentos jurídicos o políticos eficaces para proteger a los grupos culturales de una amenaza inminente de destrucción. Esto le llevó a luchar por el reconocimiento internacional de un marco protector de este tipo.

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El propio Lemkin experimentó la ausencia de garantías cuando se vio obligado a huir de la persecución nazi, dejando atrás a muchos miembros de su familia que serían asesinados por su identidad judía durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras se encontraba exiliado en Estados Unidos tras el fin de la guerra, logró convencer a la recién creada Organización de las Naciones Unidas (ONU) para que adoptara su nuevo concepto.

En la Resolución 96 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 11 de diciembre de 1946, se aprecia claramente la influencia de Lemkin y la presencia de elementos históricos y antropológicos en la definición de genocidio. La Resolución, titulada “El crimen de genocidio”, dice lo siguiente:

El genocidio es la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, como el homicidio es la negación del derecho a la vida de seres humanos individuales; tal negación del derecho a la existencia conmociona la conciencia de la humanidad, causa grandes pérdidas a la humanidad en forma de contribuciones culturales y de otra índole representadas por estos grupos humanos, y es contraria a la ley moral y al espíritu y los objetivos de las Naciones Unidas. Muchos casos de tales crímenes de genocidio han ocurrido cuando grupos raciales, religiosos, políticos y de otra índole han sido destruidos, total o parcialmente”.

Crimen colectivo, víctimas colectivas

A partir de ese momento, comenzaron los intentos de encajar el concepto en marcos jurídicos y políticos. Pero el genocidio no es una norma jurídica o política claramente definida. Se trata más bien de una forma de entender un tipo singular de proceso violento, y los debates sobre cómo definirlo continúan hasta hoy.

Pensadores influyentes como Philippe Sands –especialmente su obra seminal de 2016 Calle Este-Oeste– han reforzado la creencia común en la superioridad jurídica del concepto de crímenes contra la humanidad. Esto se debe en gran medida a que Sands sigue el argumento de Hersch Lauterpacht, que hace hincapié en la primacía del individuo. Sin embargo, el genocidio es un delito intrínsecamente colectivo, tanto en lo que se refiere a sus autores como a sus víctimas.

Según algunas interpretaciones del argumento de Sands, el individuo tiene prioridad porque encaja en nuestras nociones y estructuras establecidas de justicia penal, que están construidas para identificar y enjuiciar a los autores individuales de delitos específicos. Sin embargo, cuando se trata del genocidio, la aplicación de este marco siempre ha tenido menos que ver con el rigor jurídico y más con la debilidad política. En pocas palabras, es más fácil enjuiciar a un puñado de cabecillas que a todo un gobierno o un ejército.

Pero incluso este modelo individualizado se queda corto. A pesar de los numerosos llamamientos para que se reconozcan las acciones del Gobierno israelí como genocidio, incluidos los de grupos de derechos humanos con sede en Israel, en los últimos meses países como Hungría y Estados Unidos han hecho alarde de ignorar las órdenes de detención de la Corte Penal Internacional contra funcionarios israelíes. Los aliados de Israel en Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea también se han negado a tomar medidas políticas mediante la aplicación de sanciones y siguen suministrando armas a Israel.

Esto demuestra que el genocidio es un delito fundamentalmente político. No puede haber enjuiciamiento en virtud del derecho internacional sin una aplicación política, ya sea en forma de presión diplomática o de acciones militares más directas contra el agresor.

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Genocidio en Palestina

Cuando hablamos de genocidio, debemos ser específicos. La cuestión clave no es determinar si se han cumplido las condiciones para juzgar a los autores concretos de actos concretos de violencia como genocidas, sino comprender la lógica que subyace a esas prácticas. Una condena por genocidio o crímenes contra la humanidad no salva vidas, pero el mero hecho de considerar que se está cometiendo o se ha cometido un genocidio tiene profundas implicaciones políticas.

Sin embargo, lo que estamos presenciando en Gaza demuestra la fuerza de este concepto, no su debilidad. Como académicos, debatimos si el tipo de violencia masiva utilizada por Israel constituye genocidio, pero también lo hace la opinión pública indignada que protesta en las calles de todo el mundo. Lo mismo ocurre con el Gobierno israelí y sus partidarios: no pueden evitar pensar en el genocidio, aunque solo sea para negarlo.

Definir la violencia de Israel en Palestina como genocidio no detendrá las matanzas, pero tampoco lo haría ninguna otra clasificación jurídica. Aceptar tal interpretación solo sirve para desviar la atención de quien es, en última instancia, responsable: la política.

Independientemente de las dudas o limitaciones, pensar y hablar sobre el genocidio sigue siendo una herramienta poderosa para mantener la mirada fija en la luna y no en el dedo que la señala.

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