El estigma de publicar (para un científico)

La ciencia nace de una pregunta y crece cuando el conocimiento se comparte. Imaginen a Einstein guardando en un cajón su ecuación E=mc², ese destello que redefinió nuestra comprensión del universo. No lo hizo. Sabía que publicar es el paso final que transforma estos hallazgos en conocimiento universal, permitiendo que lo investigado en un lugar resuene en otro. Sin ese intercambio, la ciencia se vuelve un monólogo estéril que se ahoga en laboratorios aislados, y la comunidad, en general, pierde piezas de un rompecabezas colectivo que se arma a diario.

Por lo tanto, publicar debería ser algo natural para un científico. Es el puente que convierte una hipótesis en conocimiento universal. Sin embargo, hoy muchos investigadores fruncen el ceño ante la palabra “publicación”. ¿Cómo un acto tan vital para esta actividad se volvió incómodo? La respuesta yace en una paradoja: mientras la esencia de publicar es parte medular del método científico (comunicar hallazgos con los pares), los sistemas actuales de evaluación académica han distorsionado ese ideal, convirtiéndolo en una carrera por métricas.

El número de artículos determina salarios, financiamientos, promociones y prestigio. Esta presión ha deformado el ritual sagrado. Algunos dividen sus investigaciones, creando “rodajas” apenas publicables. Otros incluyen autores fantasmas que jamás pisaron el laboratorio o aportaron una línea al texto, o sucumben a revistas depredadoras que priorizan ganancias sobre rigor. Esta obsesión cuantitativa ahoga la ciencia arriesgada, aquella que podría cambiar paradigmas, en favor de temas seguros y repetitivos.

Si publicar para pares es el primer mandamiento, divulgar para la sociedad es el segundo. Y aquí la audiencia lo es todo: no es lo mismo explicar la naturaleza de las placas tectónicas en Nature, que en un cómic para escolares. En especial, comunicar ciencia a políticos y tomadores de decisiones es un arte estratégico. Cuando un geólogo explica el riesgo sísmico a un gobernante o a los legisladores, o un epidemiólogo convierte modelos estadísticos en alertas sanitarias comprensibles, no sólo informan, sino que protegen comunidades y salvan vidas.

La ciencia silenciada en despachos gubernamentales es tan estéril como la no publicada. Algunos creen que divulgar es “ciencia light”, pese a que exige talento único. ¿Cómo condensar años de investigación en mensajes accesibles y relevantes? ¿Cómo hacer relevante la Física Cuántica para un presidente municipal? Es una labor titánica que merece reconocimiento institucional, no menosprecio.

Aquí emerge una distinción crucial: el científico y el divulgador son actores complementarios pero distintos. El primero genera conocimiento nuevo mediante investigación y un método determinado; el segundo traduce ese saber para audiencias no especializadas. El científico escribe para validar hallazgos entre pares; el divulgador es un profesional que traduce ese saber para audiencias no especializadas, dominando narrativas, pedagogía y comunicación estratégica. Son roles complementarios, pero que requieren formaciones distintas. Exigir a un científico que divulgue sin preparación es como pedir a un cirujano que diseñe su propio instrumental quirúrgico: ambos son esenciales para la medicina, pero sus habilidades no son intercambiables.

Regresando a la pregunta original, la solución no es publicar menos, sino recuperar el espíritu original. Como señala la Declaración de San Francisco (DORA), la evaluación científica debe valorar calidad e impacto. En otras palabras, publicar es el medio, no el fin. El fin sigue siendo aquel que movió a Einstein: develar un misterio del universo y compartirlo a cierta comunidad. Cuando un artículo nace de esa esencia, cuando comunica algo genuino a quienes deben escucharlo, el estigma se desvanece. Entonces la publicación recupera su dignidad.

“Lo investigado y no publicado equivale a no haberlo estudiado”, advierte un dicho académico. Pero hoy sabemos que publicar no basta: la ciencia debe superar dos barreras. La primera, el rigor. Debemos publicar investigaciones sólidas, transparentes y éticas que resistan el escrutinio de pares. La segunda, el impacto social, el cual es publicar conocimientos traducidos por divulgadores profesionales para llegar a ciudadanos, educadores y gobernantes que transforman datos en acciones. Cuando la ciencia cumple este ciclo completo, desde el rigor en el laboratorio hasta puentes claros hacia la sociedad, recupera su misión original, compartir el conocimiento.

*El autor es investigador del Departamento de Física Aplicada del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav).

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