El “Efecto Washington” podría definir la carrera de la IA
BALTIMORE –Transcurridos cinco meses de su segunda presidencia, Donald Trump está iniciando una nueva era de gobernanza tecnológica imperial en la que las autoridades reguladoras (nacionales y extranjeras) estarán subordinadas a una administración estadounidense cada vez más dominada por las megatecnológicas.
Silicon Valley ha cultivado su influencia política mediante campañas de presión agresivas y designaciones presidenciales estratégicas. Ahora, a pesar del rechazo de la industria tecnológica a los aranceles y a las prioridades de Trump en materia de políticas, sus esfuerzos comienzan a dar frutos, ya que la dirigencia republicana está ocupada obstaculizando la regulación de la industria de las tecnológicas, no solo en el Congreso (donde nunca hubo chances de progreso legislativo) sino también en el nivel de los estados y en el resto del mundo.
Como parte del proyecto de ley presupuestaria “grande y hermosa” de Trump, los legisladores analizan imponer una prohibición por 10 años que impediría a los estados regular la inteligencia artificial. Esta propuesta menoscabaría los intentos de exigir transparencia a los sistemas de IA, proteger a los consumidores de la fijación de precios algorítmica y poner límites a la vigilancia en los puestos de trabajo. Aunque es poco probable que sobreviva las normas procedimentales del Senado, el senador republicano Ted Cruz se ha comprometido a insistir en la búsqueda de una prohibición similar en el futuro.
La industria tecnológica lleva mucho tiempo apelando al principio de “prelación” federal para evitar que los estados aprueben leyes problemáticas. Este principio también encaja de maravillas con el intento republicano de centralizar en la Casa Blanca la autoridad para la regulación de la IA. Tal vez esa sea la razón por la que el debate sobre la propuesta de prohibición ha estado mucho más centrado en consideraciones geopolíticas que en los derechos de los estados.
Por ejemplo, en una audiencia en el Congreso, los legisladores y los peritos convirtieron lo que tendría que haber sido un diálogo sobre el papel de las legislaturas estatales en Sacramento y Denver en largas diatribas contra el exceso de regulación en Bruselas y el autoritarismo en Beijing. El argumento es que, si se termina aprobando una mescolanza de leyes sobre IA en el nivel de los estados, a las empresas estadounidenses les costará innovar y competir con China.
Durante la audiencia, los voceros de la industria citaron en varias ocasiones normativas emblemáticas de la Unión Europea como el RGPD y la Ley de IA, y argumentaron que el exceso de regulación dificultó el surgimiento de empresas tecnológicas de primer nivel europeas. El mensaje fue claro: para derrotar a China, Estados Unidos no debe convertirse en otra Bruselas.
Pero ¿cuán Bruselas sigue siendo Bruselas? Mucho antes de cualquier debate sobre la prelación y la IA, la administración Trump ya estaba presionando a la UE para que suavizara su legislación en materia tecnológica (por ejemplo la Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales). En febrero, ante una sala llena de líderes mundiales y de la UE en una cumbre sobre IA en París, el vicepresidente J. D. Vance denunció las “onerosas normas internacionales” aplicadas a las empresas estadounidenses. En la misma cumbre, el presidente francés Emmanuel Macron señaló su deseo de que las leyes de la UE sobre tecnología se “simplifiquen” y se “resincronicen con el resto del mundo”.
Hay indicios de que la estrategia está funcionando. El reciente Plan de Acción “Continente de IA” de la UE refleja una postura regulatoria más laxa, y las autoridades fiscalizadoras han comenzado a reducir las multas aplicadas a las empresas tecnológicas estadounidenses. Al mismo tiempo, esas mismas empresas estadounidenses no han dejado de presionar a la Comisión Europea para que las normas sobre IA sean “tan sencillas como sea posible”. La regulación de las tecnológicas también sigue siendo un punto conflictivo en la política comercial de Trump. En mayo, amenazó con imponer aranceles del 50% a los productos importados desde la UE mientras las negociaciones sobre impuestos digitales y regulación de las tecnológicas seguían estancadas.
Los políticos estadounidenses suelen presentar el “efecto Bruselas” a modo de admonición, basándose en la desacreditada idea de que la UE, obsesionada con fijar normas mundiales de facto, se excedió y terminó saboteando su propio sector tecnológico. Pero ahora asistimos a la aparición de un “efecto Washington”: una contracción de la gobernanza de la tecnología en todos los niveles (local, estatal y multinacional) cuyo objetivo es fortalecer la supremacía de las empresas estadounidenses y concentrar el poder regulatorio en la rama ejecutiva del gobierno federal de los Estados Unidos.
En la búsqueda del dominio tecnológico global, el expresidente Joe Biden (firme defensor del orden mundial liberal liderado por Estados Unidos) trabajó con aliados del país para coordinar “redes de seguridad para la IA” y reconfigurar líneas clave de la producción de hardware usado en la tecnología. En cambio (como observó el historiador Jake Werner), Trump “concibe la economía como un mercado en el que quienes tienen poder de negociación se aprovechan de quienes no lo tienen, y no como una cadena de suministro en la que se acumula poder en los nodos estratégicos asociados a bienes o tecnologías escasos”.
Con su decisión de abandonar las restricciones de Biden a la exportación de semiconductores, la administración Trump ha demostrado que no considera necesario usar el acceso a unidades de procesamiento gráfico (GPU) avanzadas como arma para obligar a otros países a negociar; tampoco muestra mucho interés en la coordinación multilateral. En una declaración sobre el reciente anuncio de aranceles a la UE, Trump se expresó con su brusquedad habitual: “No estoy negociando un acuerdo. El acuerdo lo hemos fijado nosotros”.
La misma lógica está en acción en la política interna estadounidense. Atrás han quedado las reuniones en las que Biden convocaba a legisladores de los estados para tratar asuntos de importancia nacional. En vez de eso, los republicanos quieren convertir la Casa Blanca en centro de control de toda la política de IA, aunque eso implique prohibir a los estados la creación de mecanismos de protección contra prácticas abusivas.
Estas medidas son complementarias: mientras funcionarios federales presionan a los gobiernos extranjeros para que se muestren indulgentes con las empresas estadounidenses, el Congreso está tratando de impedir cualquier supervisión en el nivel de los estados. En resumen, se busca que Washington sea el único lugar donde se puedan tomar decisiones.
Lo irónico es que incluso en una época de retroceso regulatorio, la autoridad federal tendrá poder para influir en la trayectoria futura de la tecnología estadounidense. “Ganar la carrera de la IA”, un objetivo vago y en gran medida indefinible, no dependerá solamente de la inversión privada, sino también del poder del gobierno estadounidense y de la coerción política. Si las perspectivas de colaboración multilateral ya eran escasas, el efecto Washington las reduce todavía más.
Mucho dependerá de la respuesta de China. En cualquier caso, exceptuando a quienes pueden obtener un beneficio directo de la carrera armamentística tecnológica, el panorama es sombrío: mientras se intensifica la retórica nacionalista, los intereses de las empresas tecnológicas dominantes pesan cada vez más que la idea de un sistema de innovación al servicio del bien público.
Estados Unidos suele presentarse como el principal defensor mundial de la democracia y la innovación. Pero su estrategia para lograr la primacía en IA depende de un abuso de poder imperial y de la expansión descontrolada de las atribuciones del ejecutivo. La administración Trump no está favoreciendo a los estados republicanos en detrimento de los demócratas ni cooperando con los aliados europeos para vencer a China. Por el contrario, está tratando de despojar de poder tanto a las autoridades de los estados como a los socios extranjeros y priorizando la conducta depredadora por encima de la gobernanza efectiva.
Traducción: Esteban Flamini
El autor
Brian J. Chen es director de políticas en Data & Society.
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