El Día de Muertos ya viene
Más allá del más allá, en ese lugar donde nadie sabe si los muertos comen calabaza en tacha o sus huesos se han convertido en azúcar, reposan todos los que se han ido. Los que fueran santos o demonios, vivieron la vida alegre o con tristeza fatal. Aquellos que fueron Infames o famosos, ajenos o familiares, los que esperan regresar o quisiéramos que vuelvan. Están invitados todos. Por lo menos a la celebración que ya estamos preparando.
Nosotros somos así, lector querido: a cada muerto un altar y a cada desconsuelo, fiesta. Por ello, el Día de Muertos no puede ser ni excusa ni pretexto para desdeñar la vida o posponer la cita. Todavía estamos acudiendo a José Guadalupe Posada y la imagen de su Catrina misteriosa (aunque ya esté en los huesos por tanto haberle buscado cara. nombre y apellido) para adornar la fiesta. A la hermosura de las flores, la luz de las velas, el papel picado y el aroma del copal. Aunque a estas alturas y en estas circunstancias de cifras alarmantes y camposantos llenos, pueda provocar vergüenza hablar del sentido del humor del mexicano. Ese “que hace calaveritas de dulce y se ríe de la Muerte”. (¿Me están oyendo inútiles?). Más ante tan profunda pena, lector querido, algo de discernimiento.
Los orígenes de la celebración del Día de Muertos en México se remontan a la época prehispánica. Nada tienen que ver con brujas volando en una escoba, enormes mazacotes anaranjados a los que se les pinta (o se les escarba) una sonrisa desdentada o al ir a pedir el “jalogüín”. Tal vez con preguntarnos desde cuándo o por qué pensamos que los fantasmas son igualitos a una sábana y que los espíritus que pululan por las calles mexicanas se parecen más a Freddy Krueger que a la doliente imagen de la Llorona.
No contestemos. Para no caer en la clásica –y absolutamente verdadera– furia por la gringa invasión a nuestros pensamientos. Mejor, analicemos. La fiesta de Halloween –tan lejana, tan ajena– tuvo su origen hace más de 3 mil años en un lugar cercano a Irlanda y fue un festival entre los celtas. Para ellos, como para todo pueblo respetable, el cambio de estaciones tenía una importancia crucial pues marcaba el último día de la cosecha y el comienzo del invierno y se conmemoraba a finales de octubre y principios de noviembre. Sin embargo, por alguna razón antigua y misteriosa, la separación entre los vivos y los muertos se disolvía y los muertos volvían a la tierra provocando terror.
Según las creencias celtas, las almas de algunos difuntos que regresaban estaban atrapadas y solo podían ser liberadas ofreciendo sacrificios a sus dioses. Y así, prendiendo hogueras y cocinando hechizos, los espíritus malignos salían libremente. Sin embargo, provocaban sequía, enfermedad, desgracia y aterrorizaban a los hombres. Hubo de pasar mucho tiempo para que el cristianismo dictara aquellas costumbres como una adoración al diablo y con ansias de convertir lo pagano, en religioso permitieron el mentado festival. Así fue como el 31 de octubre, víspera de nuestro Día de Todos los Santos, el all hallow’s eve, de donde deriva el nombre de Halloween se convirtió en efeméride importante.
Para nosotros, celebrar a los muertos no quiere decir olvidar a los vivos y acomodar el ánimo. Se trata también de recordar que no todo se acaba con la muerte y nuestras costumbres responden a una larga tradición y mestizaje, Oramos y/o hacemos memoria de aquellos que han abandonado la vida y se encuentran, o bien en un estado de purificación en el Purgatorio o camino hacia el Mictlán. Realizamos acciones representativas del Día de Muertos con su tradicional mecánica de hueso, pluma y mortaja. Ponemos altares donde componemos ofrendas para agasajar a nuestros muertos con obsequios de lo que fueron sus cosas favoritas dentro de un espacio donde están representados los cuatro elementos, la Tierra, simbolizada por fruta o frutos; el papel picado que por su fragilidad y por cómo se mueve es una metáfora del Viento; el Agua para calmar la sed de los viajeros durante su largo camino y el Fuego, donde las velas encendidas simbolizan a cada alma que estamos recordando. Y ya si somos fanáticos de la disciplina y el detalle, a veces agregamos sal que purifica, el copal para que las almas se guíen por el olfato, y la flor de cempasúchil que, colocada de la puerta de nuestra casa hasta el altar indica la ruta correcta.
El Día de Muertos ya viene, en noviembre, que no tarda, hay que considerar tanto a los de allá como a los de acá. Nunca se sabe cuándo nos llegará la hora y por eso, piénselo bien, lector querido. Celebre, recuerde comparta y agradezca. La Muerte está tan segura de alcanzarnos que nos ha regalado dos días de fiesta y toda una vida de ventaja.
