El crimen organizado no desaparece, solo se adapta, se sofistica y prospera
El crimen organizado es tema casi cotidiano en las mañaneras de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien desde su campaña electoral prometió enfrentarlo desde sus causas sociales hasta sus redes financieras. Pero varios hechos recientes lo devuelven al centro del debate nacional: la revocación de la visa estadounidense a la gobernadora morenista de Baja California, Marina del Pilar Ávila, el traslado a Estados Unidos, bajo la aparente protección del gobierno de ese país, de 18 familiares del narcotraficante Ovidio Guzmán, y los asesinatos de políticos de diversos partidos.
Lo que ocurre en México es parte de un fenómeno global: el crimen organizado se expande. El Índice Global de Crimen Organizado 2023 de la ONU revela que el 83% de la población mundial vive en zonas de alta criminalidad. En 2021 era 79.4%. El informe de Interpol 2024 confirma el auge del narcotráfico sintético, la trata de personas y el delito cibernético. Y señala que seis de cada 10 personas viven en países con baja capacidad para resistir al crimen organizado. Es una economía paralela, global y estructural.
Todos los gobernantes del mundo prometen que van a acabar con el crimen organizado, pero desde Tokio hasta Bogotá, de Roma a Washington, hay un hecho que no cambia: ningún país lo ha eliminado.
Porque el crimen organizado no es solo violencia ni droga. Es un sistema que mueve unos 870,000 millones de dólares al año, según la ONU. Más que el PIB de Suiza o Argentina. Si fuera un país, sería la decimonovena economía mundial. Esa es la magnitud real del enemigo que los gobiernos dicen que van a destruir.
Las mafias italianas invierten en bancos europeos. Las colombianas se fragmentaron, pero siguen exportando cocaína. En Rusia, el crimen se confunde con el Estado. En Japón, la Yakuza pasó del chantaje callejero al negocio financiero. En EU, tras debilitar a la Cosa Nostra, surgieron bandas digitales, redes de fraude, pandillas transnacionales y los cárteles mexicanos en ciudades clave.
En México, los cárteles producen fentanilo y metanfetamina, trafican drogas y personas, lavan dinero con redes chinas, controlan municipios, financian campañas políticas, exportan aguacate, madera y oro e importan gasolina No desaparecen: se sofistican.
Frente a esto, la respuesta del gobierno de la presidenta Sheinbaum ha sido más articulada que en sexenios anteriores. En vez de repetir la receta militarista, optó por una estrategia dual: atender las causas del reclutamiento criminal, debilitar las redes financieras y operativas y capturar a las cabezas de las organizaciones criminales. Lanzó programas como la beca universal y la pensión para mujeres, y las entidades de seguridad funcionan con mandos civiles y militares entrenados internacionalmente.
Decir que ningún país ha erradicado el crimen organizado es reconocer los límites de los gobiernos. El objetivo realista no es eliminarlo por completo, sino contener su violencia, reducir su presencia territorial, bloquear su capacidad de corromper gobiernos locales y reconstruir comunidades dominadas por el miedo.
El crimen organizado no se esfuma. Cambia de forma, de rubro y de bandera. La prioridad no es desaparecerlo, sino impedir que gobierne. Eso y no la incumplible promesa de “acabar con el crimen”, es lo que debe exigirse con seriedad a cualquier gobierno.
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