El alter ego del Nobel

En mi contribución de hace una semana exploré la cara visible del Premio Nobel de Medicina y escribí sobre la ciencia que triunfa. Ahora toca hablar de la otra cara de la moneda, la de los nominados: los que participaron pero no fueron elegidos, la historia de algunos perdedores merecedores como los describió Luis Gastélum en su texto “Al premio nobel de la Ingratitud” refiriéndose al Nobel de Literatura.

Esta cara de la moneda es fría, silenciosa, como la mitad de la luna que no vemos. Allí se decide quién no gana. En esa penumbra se revela el poder del Nobel: no en premiar el mérito, sino en delimitar el campo de lo premiable. Su rostro oculto no son solo los nominados, sino la estructura que los mantiene invisibles. Esa arquitectura no es exclusiva del Nobel. Cada premio fabrica su propia sombra. Todos los premios necesitan de los no premiados para sostener el valor de lo que exalta. Aquí uso alter ego en sentido figurado: no como doble humano, sino como el sistema que sostiene al premio desde su sombra.

El nombre oficial —Premio Nobel en Fisiología o Medicina— conserva la huella de un mundo que pertenece al pasado. En su testamento, Alfred Nobel puso atención en la conjunción gramatical —o— tenía un sentido de equivalencia, no de exclusión. La fisiología y la medicina se pensaban entonces como un mismo esfuerzo por comprender la vida, una alianza entre el saber y el cuidado. Con el tiempo, esa “o” se volvió frontera. La fisiología fue disolviéndose en disciplinas cada vez más especializadas, mientras la medicina se subordinó al lenguaje molecular y a la promesa tecnológica. Lo que Nobel había unido, la historia lo separó.

No es cuestión de cifras o tendencias, sino de estructura. La educación médica, reconfigurada tras el Informe Flexner de 1910, consagró el laboratorio como modelo del saber legítimo en el mundo. Desde entonces, aprender medicina significó diseccionar cuerpos, no comprender vidas. El Nobel y Flexner comparten la misma raíz: ambos transformaron la medicina en una ciencia de partes. Uno fijó el canon de lo premiable; el otro, el de lo enseñable. La fragmentación no fue una consecuencia del progreso, sino su genealogía: el modelo educativo instauró la división, y el premio la legitimó como virtud.

La geografía del mérito no se define solo por los premiados, sino por quienes pueden nominar y ser nominados. Las reglas son claras: no hay auto nominaciones, ni tampoco, una persona que está fuera de lista de la fundación Nobel puede nominar. Cada año, el Comité del Karolinska envía invitaciones a cerca de 3 mil personas, casi todas vinculadas a universidades europeas, estadounidenses y japonesas. Esa red cerrada decide quién entra al campo de lo visible. En los archivos liberados hasta 1953, más de 85 % de las nominaciones proceden de esos tres polos académicos. El Sur Global aparece como nota de pie de página, menos de 3 % de los nominadores provienen de América Latina o África, y prácticamente ninguno de instituciones de salud pública. El sesgo de origen se reproduce en el destino. Los nominadores y los nominados son, en su abrumadora mayoría, hombres del Norte vinculados a laboratorios de investigación básica. Las trayectorias colectivas, las innovaciones sociales o los logros en salud pública pocas veces alcanzan la instancia de deliberación. No es el azar. Quien habla el idioma del laboratorio es escuchado.

Si ya es difícil analizar el lado que brilla, más aún lo es internarse en la caverna del lado oscuro. Allí apenas hay rastros de decisiones tomadas a puerta cerrada. Justo en ese espacio —donde no da la luz— es donde se revelan las tensiones que sostienen al premio. Como diría Foucault, el poder no se muestra: se ejerce en la organización del silencio. Quizá por eso la Fundación Nobel ha sido tan previsora y mantiene cerrados al púbico los archivos de nominados por 50 años. Sabe que hay quienes disfrutan hurgar donde no deberían, los que sospechan que toda claridad tiene un precio y que detrás del prestigio también hay una economía del ocultamiento.

Al explorar los archivos digitales de la fundación Nobel notamos que se detienen en 1953, mientras los de otros comités —como Física y Química— ya alcanzan 1975. La promesa de apertura antes de 50 años se cumple en unos casos y se interrumpe en otros. Quizá pronto actualicen. Por ahora deben veintidós años de historia en el Nobel de Medicina. Entre 1901 y 1953 hubo 5,162 nominaciones para 52 premios y 72 premiados. Lo que equivale a menos de 1% de las nominaciones transformadas en premio. (Nobel Prize Nomination)

Hoy, las candidaturas anuales superan las doscientas cincuenta. De 1954 al presente, algunas estimaciones basadas en análisis parciales sugieren que podrían haberse acumulado más de 15 mil nominaciones. Esta cifra no es oficial, sino una extrapolación plausible basada en el crecimiento del sistema de nominadores y el aumento de la producción científica global. La medicina moderna produce más descubrimientos de los que el Nobel puede absorber.

La historia de los no premiados revela tanto como la de los galardonados. Jonas Salk y Albert Sabin lograron una de las conquistas más visibles de la medicina moderna —la erradicación de la poliomielitis—, pero nunca recibieron el Nobel. Su trabajo, demasiado público y colectivo, cedió ante la técnica que el laboratorio convirtió en mérito.

Tampoco lo obtuvieron Sigmund Freud (13 nominaciones) o Lynn Margulis, cuyas ideas alteraron la comprensión del cuerpo y la evolución. Ambos desbordaron las fronteras de su tiempo, y eso bastó para quedar fuera. En el Sur Global, Carlos Chagas fue nominado 4 veces entre 1913 y 1921, pero su lectura de la enfermedad como fenómeno ligado a la pobreza no cabía en el canon de la medicina (Friedman 2001). Décadas más tarde, Halfdan Mahler, impulsor de la Atención Primaria de Salud y del ideal de “salud para todos”, tampoco habría tenido cabida: su obra no descubrió una molécula, sino una manera de pensar la equidad como forma de curar. En la lógica del Nobel, eso no es ciencia médica: es política

La desigualdad de género en el Nobel no se limita a la ausencia de laureadas. También se extiende al umbral invisible de la nominación. Gladys H. Dick, descubridora del antígeno de la escarlatina, fue nominada veinticuatro veces sin éxito; lo mismo ocurrió con Helen Taussig, pionera de la cirugía cardiaca infantil, y con la neuróloga Cécile Vogt-Mugnier, nominadas 24 y 13 veces respectivamente. De las 76 mujeres postuladas hasta 1953, solo Gerty Cori (nacida en Praga, premiada por EUA) ganó el Nobel en 1947 (Nobel Prize Nomination).

En ellas se cruzan las tres dimensiones que el Nobel ha sabido administrar con sutileza: saber, género y poder. Ningún caso ilustra mejor la lógica del olvido que el de Rosalind Franklin, la cristalógrafa cuyo trabajo permitió a Watson y Crick descifrar la doble hélice del ADN. Cuando el Nobel de 1962 premió ese hallazgo, Franklin ya había muerto. Lo que sería una norma de prudencia a partir de 1974 —no otorgar premios póstumos— operó como tecnología de poder una década previa (Hargittai, 2015).

No deja de ser revelador que A. Nobel no haya previsto en su testamento un premio para las matemáticas. La abstracción no encajaba en su idea de progreso. El suyo era un reconocimiento a los descubrimientos con efectos tangibles, visibles, verificables. Un siglo después, esa lógica sigue viva: el Nobel de Medicina honra la intervención más que la comprensión. Los matemáticos, excluidos del testamento, inventaron sus propios altares: la Medalla Fields y el Premio Abel. Aunque nacieron como respuesta a una ausencia, heredaron el mismo ritual de consagración.

No hay mejor muestra del poder del Nobel que su capacidad de engendrar imitaciones. Los economistas, en cambio, no esperaron su exclusión: la corrigieron desde dentro. En 1968, el Banco Central de Suecia creó el llamado Premio en Ciencias Económicas “en memoria de Alfred Nobel”, un añadido que ningún testamento autorizaba. Si los matemáticos inventaron su premio por necesidad, los economistas lo instituyeron por poder. No es un homenaje, sino una conquista simbólica: la economía se aseguró un lugar entre las ciencias premiables, no por su verdad, sino por su influencia. (Zuckerman, 1996)

El alter ego del premio Nobel no está en su reverso, sino en su reflejo. Cada exclusión y cada añadidura revelan una misma lógica: la de un sistema que fabrica su propia moral del mérito. Su rostro visible necesita un doble —un otro— para sostener su brillo. El premio y su sombra no son opuestos: son partes de la misma maquinaria de consagración. Quizá por eso el Nobel no solo premia, sino que enseña cómo debe premiarse el descubrimiento científico.

Epílogo

Por cada galardonado hay decenas de nominados que sostienen el mito del mérito individual. El Nobel, más que un premio, es un espejo que refleja una parte del rostro de la ciencia. La otra —la colectiva, la pública, la situada— queda fuera del encuadre. En el archivo cerrado de las nominaciones duermen historias paralelas del conocimiento: la de los que trabajaron sin alcanzar gloria, la de los que entendieron que la ciencia se mide por su brillo y por su alcance.

Al revisar esa cara oculta, no se trata de desacreditar el premio, ni demeritar a los y las ganadoras, sino de comprender lo que representa. El Nobel no inventó la desigualdad científica, pero la hizo elegante. Convirtió la asimetría del poder en estética del reconocimiento. Su secreto no es solo el de las nominaciones, sino el de un sistema entero que necesita héroes para ocultar sus jerarquías.

El Nobel devuelve luz a quien elige reconocer y proyecta sombra lo que prefiere no ver. Su alter ego es esa otra cara, sin la cual el brillo no tendría sentido. En ese reflejo oculto persiste una parte de la verdad del premio: no la que exalta, sino la que revela su arquitectura de exclusión.

Referencias Recomendadas

  • Friedman, R. M. (2001). Nominating and Evaluating for the Nobel Prize: Reflections on the Nobel Archives. Science in Context, 14(3), 417–447.
  • Hargittai, I. (2015). Women Scientists: Reflections, Challenges, and Breaking Boundaries. Oxford: Oxford University Press.
  • Nobel Prize Nomination Archives. Karolinska Institute. https://www.nobelprize.org/nomination/archive/list.php?prize=3&year
  • Zuckerman, H. (1996). Scientific Elite: Nobel Laureates in the United States. New Brunswick: Transaction Publishers.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

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