Dios en la era de la ciencia

—Veía todo aunque tenía los ojos cerrados. Una especie de luz cálida me envolvía, como si una voz sin palabras me dijera que todo estaba bien. No era una alucinación, sino una certeza. Por primera vez en muchos años sentía que no estaba sola.

Así lo relata Mariana, una mujer que había luchado durante años con la ansiedad y una persistente sensación de vacío. No fue una pastilla ni una terapia convencional lo que le abrió esa puerta, sino un proceso terapéutico asistido con psilocibina —el compuesto activo de los llamados hongos mágicos—, llevado a cabo en un entorno seguro y con acompañamiento profesional.

—Más que un viaje —dice—, fue un reencuentro.

Y ese reencuentro, como ha comenzado a demostrar la ciencia, puede tener efectos terapéuticos profundos.

La espiritualidad no es religión

En un mundo cada vez más alérgico a los dogmas, hablar de fe puede resultar incómodo. Sin embargo, cada vez más personas —y más investigaciones— distinguen entre religión organizada y espiritualidad personal. La primera impone estructuras externas; la segunda surge desde dentro.

La espiritualidad —entendida como la conexión con algo más grande que uno mismo, ya sea la naturaleza, el cosmos, lo divino o el misterio de la existencia— ha demostrado ser un factor protector en salud mental. No se trata de creer en un dios con nombre y apellido, sino de cultivar un sentido de propósito, pertenencia y trascendencia.

¿Qué dice la neurociencia?

Estudios de neuroimagen han identificado regiones del cerebro involucradas en experiencias místicas o de conexión espiritual profunda. Andrew Newberg, neurólogo pionero en el campo de la neuroteología, ha documentado cómo prácticas como la meditación, la oración y los estados extáticos activan áreas específicas como el lóbulo parietal —asociado a la percepción del yo— y el lóbulo frontal —relacionado con la atención y el juicio—.

Durante experiencias intensas de meditación u oración, se ha observado una reducción del flujo sanguíneo en el lóbulo parietal derecho, lo que se traduce en una pérdida de la sensación de separación entre uno mismo y el universo: una experiencia descrita comúnmente como unión mística.

Otros estudios, liderados por Brick Johnstone en la Universidad de Misuri, sugieren que personas con daño en esta región también reportan niveles más altos de espiritualidad, lo que abre preguntas fascinantes sobre la arquitectura de lo sagrado en el cerebro humano. Incluso se ha planteado la hipótesis de un “gen de Dios” —el VMAT2— propuesto por Dean Hamer, aunque esta teoría sigue siendo polémica y no concluyente.

Misticismo como pronóstico terapéutico

Uno de los hallazgos más reveladores en el campo de la psiquiatría psicodélica es que la intensidad espiritual o mística de la experiencia predice el resultado terapéutico. No se trata solo de “ver colores” o “reexperimentar el pasado”; cuando ocurre una disolución del ego, una sensación de unidad con todo o un estado de amor incondicional, algo profundo dentro de nosotros parece reordenarse.

El equipo de Roland Griffiths, desde la Universidad Johns Hopkins, utilizó el Cuestionario de Experiencias Místicas (MEQ-30) para medir la intensidad durante sesiones con psilocibina. En pacientes con depresión resistente o ansiedad relacionada con el final de la vida, quienes reportaban experiencias místicas intensas mostraban una mejoría clínica sostenida, incluso varios meses después de una sola sesión.

La nueva fe sin nombre

Pero también hay algo que debería preocuparnos: ¿en qué creen hoy los más jóvenes?

Las encuestas globales muestran una tendencia clara. Las nuevas generaciones están abandonando las religiones organizadas. En países como Estados Unidos, Reino Unido o México, el porcentaje de jóvenes que se identifican como “no religiosos” o “espirituales pero no religiosos” ha crecido de forma acelerada. Muchos adolescentes hoy crecen sin una narrativa que les recuerde que forman parte de algo más grande.

El problema no es dejar atrás una religión. El problema es perder por completo el vínculo con lo sagrado.

Cuando los sistemas de creencias tradicionales se desmoronan y no hay con qué reemplazarlos, surge un vacío. Y el vacío espiritual —como el emocional— busca llenarse de cualquier forma: hiperconectividad, consumo compulsivo, nihilismo o incluso violencia.

La antropología lo ha documentado: toda cultura humana busca, de algún modo, una relación con lo divino. No porque todos creamos en un dios, sino porque lo sagrado —eso que no se puede comprar, explicar ni controlar— otorga estructura y sentido a la existencia.

Sin rituales de paso. Sin silencio. Sin misterio. Sin esa experiencia de rendición capaz de abrir incluso el corazón más endurecido. Tal vez ahí esté una parte clave de la crisis contemporánea: una mente sobreestimulada y un alma en total abandono.

Volver a hablar de espiritualidad —sin dogmas, sin culpa, sin jerarquías— es una urgencia silenciosa. No para evangelizar, sino para reconectar. Para recordar que la ciencia puede explicar el “cómo”, pero no siempre el “para qué”.

Y tal vez no haga falta elegir entre fe y razón, entre misticismo y evidencia. Quizá el punto de encuentro esté justo ahí: en esa región del cerebro donde el yo se disuelve, el miedo se apaga y lo eterno, por un instante, se hace presente.

Me encantaría conocer tus dudas o experiencias relacionadas con este tema. Sigamos dialogando; puedes escribirme a dra.carmen.amezcua@gmail.com o contactarme en Instagram en @dra.carmenamezcua. ¡Hasta la próxima!

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