Destrucción creativa también para los bancos comerciales

NUEVA YORK – El dinero es un enigma. Pero si algo sabemos con certeza es que el dinero engendra dinero. El mejor modo de multiplicarlo es controlar la máquina de hacer dinero, como ha hecho por siglos la banca tradicional. Los bancos comerciales crean crédito en moneda oficial a partir de la nada, y deciden quién lo recibe y en qué condiciones. Mejor aún, su creación de dinero está respaldada por los bancos centrales, que los proveen de liquidez en tiempos normales y los rescatan en los tiempos malos.

Pero ahora este modelo de negocio enfrenta amenazas desde dos direcciones: las criptomonedas privadas y las monedas digitales de los bancos centrales. Es probable que el principal retador sean las MDBC. Al fin y al cabo, los bancos pueden defenderse de la competencia de la criptoindustria creando o invirtiendo ellos mismos en criptomonedas (aunque sujetos a restricciones regulatorias); pero no pueden producir el único dinero que todo el mundo quiere en una crisis: la moneda emitida por el Estado. Los bancos saben muy bien que si el Estado entra en el negocio de las divisas digitales, podría en teoría eliminar a los intermediarios.

El Estado lleva siglos confiando en los sistemas de pago privados (desde letras de cambio transferibles hasta el dinero creado por los bancos) y dándoles apoyo. Era conveniente y contribuía al crecimiento económico. Pero esa conveniencia tuvo un precio. El papel destacado de los bancos en el sistema de pagos y ahorro les permitió tener a la economía de rehén en tiempos de crisis, lo que a su vez los alentó a ampliar la oferta de crédito y asumir mayores riesgos con el correr del tiempo.

Esto no pasó inadvertido al Estado. Un buen ejemplo es la Ley Glass‑Steagall en Estados Unidos, aprobada en respuesta a la crisis financiera que precedió a la Gran Depresión. Glass‑Steagall separó la banca de inversión de la banca comercial. Las instituciones que se dedicaran a lo primero podían asumir tantos riesgos como sus clientes e inversores toleraran, mientras que a las del segundo grupo se las sometió a regulación y supervisión estrictas para proteger a los ahorristas y al sistema de pagos contra esos riesgos. Pero bajo presión de la industria financiera, el Congreso estadounidense y la administración Clinton desmantelaron Glass‑Steagall en 1999, lo que sentó las bases para la crisis financiera del 2008.

Sin embargo, ahora las MDBC podrían crear una separación entre el sistema de pagos y las actividades de los bancos en las que buscan maximizar beneficios y asumen riesgos. Los bancos centrales podrían ofrecer a la ciudadanía monederos digitales para hacer pagos instantáneos en forma directa, mientras que los bancos podrían seguir ofreciendo préstamos y otros servicios financieros, aunque tal vez su base de depósitos se reduciría, lo que los volvería más dependientes de recursos propios.

Se podría pensar que los bancos centrales aprovecharían esta oportunidad para crear por fin un sistema monetario que esté al servicio de la gente y no de los bancos, pero en su mayoría le han dado largas al tema. Solo unos pocos elaboraron planes serios para introducir MDBC, esforzándose por asegurar a los bancos comerciales que no serán ninguna amenaza. En Europa, por ejemplo, una propuesta habla de limitar la cantidad de euros digitales que un cliente podría tener, aunque no hay límites similares para los depósitos bancarios.

La razón visible de la cautela de los bancos centrales es que no quieren destruir el modelo de negocio de los bancos comerciales, por temor a introducir incertidumbre financiera o incluso desencadenar una crisis de la que una vez más deban hacerse cargo. Pero son preocupaciones infundadas, porque una vez creado un sistema de pagos digitales, los bancos centrales ya no estarían obligados a rescatar a los bancos privados.

Dicho esto, algunos bancos centrales se aventuraron a más (quizá porque el sector bancario local no era tan poderoso y porque las MDBC les dan un modo de proteger su soberanía monetaria). El banco central brasileño, por ejemplo, creó Pix, un sistema de pago instantáneo para todos los ciudadanos, empresas y agentes gubernamentales; y el Banco Central Europeo sigue adelante con planes de introducir un euro digital en 2029.

La reacción a estas iniciativas ha sido elocuente. Bajo la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos inició una investigación sobre Pix, con el argumento de que equivale a una práctica comercial desleal (creación de barreras arancelarias o no arancelarias). Pero que lo diga un gobierno que se lanzó a demoler el sistema de comercio internacional con la imposición de aranceles unilaterales a países de todo el mundo se pasa un tanto de la raya.

En Europa, los bancos denuncian el euro digital minorista como una amenaza para su modelo de negocio y para sus propios esfuerzos por introducir una tarjeta de crédito para la eurozona. Pero no es un argumento muy convincente, si se tiene en cuenta que los bancos tuvieron tiempo de sobra para crear una tarjeta de crédito en euros (de lo que Wero es solo un ejemplo). Aunque hay buenas razones para alentar la competencia con los proveedores de sistemas de pago dominantes estadounidenses, eso no implica que las alternativas tengan que ser privadas.

Las nuevas tecnologías generan oportunidades para renovar los sistemas de pago y crédito. Sería una pena dejarlas pasar porque los bancos se creen con derecho a un modelo de negocio heredado a partir de acuerdos políticos de hace siglos. La destrucción creativa es una fuerza importante para el progreso social y económico, y no hay razón para que los gobiernos y los bancos centrales no tomen la delantera en la creación del mejor modelo posible para el siglo XXI. Tienen un deber con los ciudadanos, no con los bancos.

La autora

Katharina Pistor, profesora de Derecho Comparado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, es autora de The Code of Capital: How the Law Creates Wealth and Inequality (Princeton University Press, 2019).

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