Desigualdad educativa persistente

La publicación de la ENIGH 2024 permite analizar la evolución educativa de la población mexicana, un componente clave de la movilidad social. Los resultados revelan un problema estructural: entre 2016 y 2024, la ventaja educativa de las y los jóvenes respecto a sus padres se ha reducido, y el acceso a estudios profesionales -especialmente entre quienes enfrentan mayores desventajas de origen- no ha mejorado significativamente. Además, se observa una caída en la participación de los hogares con menor escolaridad en las transferencias monetarias educativas. Todo esto plantea dudas sobre la sostenibilidad de los recientes avances en ingreso observados durante esos años y señala retos a atender de manera urgente.

En una columna anterior presenté evidencia del informe de movilidad social del CEEY, donde se documenta que entre 2017 y 2023, las personas con mayores desventajas de origen fueron quienes más aumentaron sus ingresos. Ahí señalé que para que ese tipo de mejora se amplifique y se consolide en el tiempo, con sus consiguientes efectos sobre la movilidad social, debe construirse sobre fuentes duraderas. La educación es, sin duda, una de ellas.

Una señal de que la desigualdad de oportunidades se está reduciendo es el incremento en la movilidad educativa. Esto sucede cuando el acceso a los distintos niveles escolares deja de depender del origen. En particular, dado que el ingreso laboral cambia sustancialmente con la educación profesional, es ahí donde conviene enfocar más el análisis.

Con base en la ENIGH, al comparar 2016 con 2024, aunque la escolaridad promedio ha aumentado, la ventaja educativa de las y los jóvenes de 18 a 24 años que aún viven con sus padres se ha reducido. En 2016, el 72% de ellos tenía más escolaridad que sus padres; en 2024, el porcentaje bajó a 67%. En términos de años promedio de ventaja, se pasó de 2.8 a 2.2 años.

Respecto al acceso educativo por origen, la evidencia tampoco muestra un cambio sustantivo: en 2016, 12 de cada 100 jóvenes cuyos padres no estudiaron más allá de la primaria accedían a educación profesional; en 2024, la cifra subió apenas a 15. En contraste, las y los jóvenes con padres que sí tienen formación universitaria tienen cuatro veces más probabilidad de alcanzar ese mismo nivel.

Las transferencias monetarias para educación, lejos de corregir esta desigualdad, parecen haber profundizado la brecha: entre 2016 y 2024, la participación en estos apoyos de los hogares con menor escolaridad cayó del 50% al 25%, mientras que entre los hogares con mayor escolaridad aumentó del 6% a 17%, casi triplicándose. Lo anterior fue resultado de una reducción significativa en el monto promedio por hogar de las transferencias educativas -de 460 a 160 pesos mensuales (a valor actual)-. Además, dejaron de concentrarse en los hogares con mayores desventajas: en estos, el monto se redujo de 670 a 140 pesos, siendo superado por el resto de grupos de hogares. Este cambio de paradigma en la política de transferencias sociales coincidió con la pandemia, la cual trajo consigo problemas añadidos en términos de abandono escolar y pérdida de aprendizajes, que también resultaron de mayor magnitud entre la población con mayores desventajas.

Si queremos que los avances en ingreso sean sostenibles, necesitamos bases estructurales sólidas. La educación es, sin duda, una de sus columnas imprescindibles. Para lograrlo, se requiere un diseño que garantice permanencia y avance para todo el estudiantado, pero dando mayor prioridad a quienes están más condicionados por su origen de desventaja. Los indicadores actuales no apuntan aún en esa dirección, pero sí nos ayudan a identificar los retos urgentes que debemos superar.

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