Del ciudadano al consumidano: La nueva e incierta relación política con el Estado (Parte 2 de 3)

Del ciudadano al consumidano: La nueva e incierta relación política con el Estado (Parte 2 de 3)

Consumo privado y público. Las transferencias para el consumo, de las que hemos hablado, se refieren a aquellas que dotan a sus beneficiarios de ingreso adicional líquido que pueden destinar a la adquisición de bienes y servicios disponibles en el mercado. Este es el consumo privado.

No obstante, el mismo consumidor adquiere (utiliza) bienes y servicios públicos disponibles por la canalización de presupuesto a, por ejemplo, educación o salud públicas provistas por instituciones gubernamentales, al igual que cuando usa instalaciones deportivas o asiste a recintos culturales o de entretenimiento sufragados con recursos púbicos.

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También de forma indirecta el Estado promueve y, en ocasiones, subsidia el consumo. Por ejemplo, mediante la infraestructura de comunicaciones o energía.

El quid electoral. Si bien la oferta de transferencias para el consumo es común a gobiernos de cualquier signo ideológico-partidista, y su distinto grado de dotación obedecería, en parte, a un sentido de preocupación por su sustentabilidad fiscal, interesa señalar algunas características de las mismas que inciden en su utilización para fines electorales por gobiernos de izquierda, centro o derecha.

Para ello, distinguir inicialmente que las transferencias dirigidas a la formación de bienes públicos, como los sistemas de educación, salud, pensiones, tienen una percepción y connotación particulares para la ciudadanía. Por un lado, porque obedecen a largos y, en ocasiones, ríspidos procesos de desarrollo histórico, así como por su universalidad, disponibilidad continua y relación directa con condiciones de bienestar permanentes que sostienen el desarrollo individual y colectivo, no obstante que la percepción de la ciudadanía sobre la calidad de dichos bienes y servicios pueda ser negativa. En todo caso, es innegable que el ciudadano accede a tales beneficios como están disponibles, sin llevar a cabo una elección de ellos en sentido estricto.

Además, importa que, respecto de estos bienes públicos, hay un sentido de pertenencia y apropiación, no únicamente porque se consideren conquistas históricas de la sociedad, sino porque de forma tangible tienen su causa eficiente en la actividad laboral de las personas. Es visible en el recibo de nómina que el trabajador hace aportaciones precisas, cuantificadas, para la formación de estos servicios o bienes públicos. Su trabajo es la causa eficiente de que existan y le sean brindados.

En cambio, tratándose de las transferencias para el consumo no hay tal percepción de pertenencia y apropiación, de ser una actividad productiva la causa de su goce. Semejan más una liberalidad, un desprendimiento generoso por decisión política, así sea que las leyes los eleven formalmente al rango de “derechos”. En este sentido, las transferencias para consumo generan un ingreso disponible adicional sobre el que el beneficiario decide libremente, distribuyéndose en cualesquiera combinaciones de bienes y servicios que elija.

No hay, por tanto, una adquisición de bienes determinados, como los de salud o educación antes indicados, ni que ordinariamente correspondan al nivel de relevancia que estos tienen.

De tal manera, las transferencias para el consumo no producen esa relación de pertenencia institucional, como la hay con las sólidas organizaciones de educación o salud antes dichas, sino que promueven una relación de identidad y deber hacia los cuerpos políticos que periódicamente las entregan.

Por lo anterior, y porque su otorgamiento depende de una disponibilidad de recursos fiscales menos estructurada y observable que la de los bienes públicos antes señalados, estimo que, en el caso de las transferencias para consumo, en México han dado lugar a un voto no enteramente libre. En todo caso, a una libertad débil, menguada por el peso específico que el factor ingreso para consumo llega a tener en el elector y el sentimiento de incertidumbre que sobre el particular se introyecta en las campañas, a través de mensajes en el sentido de que su permanencia depende de quién sea elegido y de que algunos partidos políticos están en contra de su existencia.

Esta libertad débil, presionada, opera en el sufragio como un tipo de coacción, tenue acaso, pero persistente y efectiva. Una forma de sujeción política incentivada por la expectativa de continuidad del nuevo nivel de consumo que al votante le fue concedido, no que haya ganado. Lo aquí referido aplica particularmente para las clases económicamente desfavorecidas, que están en un mayor riesgo de explotación política por su pobreza.

El lado oscuro. También en México esta cooptación del voto a través de las transferencias puede tener efectos sistémicos lesivos.

No se desconoce que el sentido de la libertad de sufragio es, precisamente, dar al ciudadano la capacidad de decidirse por la opción que crea le es más conveniente. El riesgo para la democracia y la Nación es que, al centrar el sentido de su voto en la obtención de un ingreso adicional, por necesario y preciado que le sea, puede llegar a convalidar un esquema de manejo imprudente o francamente irresponsable de las finanzas públicas, sobre lo cual hay señales evidentes de alarma que se abordarán adelante.

Esto es, si el modelo de transferencias para el consumo se basa en un gasto no asentado en recursos provenientes de una fiscalidad sana, sino en endeudamiento constante, creciente y no sustentable; si la financiación de las transferencias se hace a costa de ajustes en el gasto que dañen otras funciones y servicios relevantes de gobierno, como la seguridad, infraestructura, salud o educación públicas, entonces puede concluirse que el mantenimiento de tal modelo, por más que resulte de la voluntad popular, terminará siendo lesivo en otros sentidos al conjunto de la población.

Ética y realismo. De lo anterior, empero, no cabe deducir que el votante carezca de valores éticos, que su conducta sea ciega, egoísta o cínica ante el deterioro del aparato público.

Simplemente que el votante se enfrenta a la disyuntiva de elegir entre dos opciones: de un lado, un paquete de satisfactores inmediatos, concretos, como el ingreso adicional por transferencias y, del otro, un paquete de satisfactores mediatos, no tangibles y cuyo deterioro no es evidente y, de ocurrir, le puede ser tolerable, bien porque no ha estado habituado a que esos servicios públicos sean de calidad, bien porque su merma puede estimarse compensada por el ingreso contante y sonante que las transferencias le brindan, como el precio a pagar por éstas.

Todo lo anterior equivale a decir que la decisión del votante es racional y más convencida en proporción al grado de mejoría económica que las transferencias le generan respecto de su ingreso sin ellas.

Tampoco es concebible que cualquier partido político deje de extender al máximo posible la liga de ajustes a los ramos del gobierno que ejerza, así el daño sea notorio, con el propósito de mantener su base de apoyo electoral.

No por lo anterior el punto deja de ser un predicamento, además de ético, práctico y crucial en cuanto al nivel de menoscabo que el conjunto de la actividad gubernamental puede soportar antes de comprometer la eficiencia y funcionalidad mínimas del Estado.

El ciudadano rentista. Si la decisión del ciudadano puede ser vista como una transacción que implica, ya sea obtener más ingreso, aún debilitando la función pública, o contar con un Estado eficaz, es axiomático que las partes involucradas, gobierno y votante, están en una situación asimétrica, favorable al primero, en cuanto la información con que cuentan y su poder de negociación o influencia.

Cabe mencionar que, en un sentido económico, el ingreso adicional por transferencias para consumo puede considerarse una renta, es decir una obtención de recursos que resulta no de la actividad económica propia ni del mérito, sino de una asignación de derechos por el Estado. Esto crea una relación de intereses particulares entre el gobierno y el beneficiario, donde sus incentivos se alinean para, de una parte, asegurar respaldo en las urnas y, de la otra, buscar conservar ese ingreso que le representa un satisfactor individual, aunque en esta decisión no esté considerando los intereses de la sociedad sobre un uso responsable de los recursos fiscales.

Lo anterior crea, en mi concepto, un riesgo moral y conflicto de interés entre los intereses individuales de quienes reciben transferencias y los intereses colectivos de la sociedad, con el agravante de que estos últimos también involucran a aquéllos.

Lo anterior, porque el ciudadano que opta confiadamente por obtener una mejora instantánea de su ingreso, a costa de la erosión futura de áreas de la actividad pública, así sea inadvertido para él, malbarata de este modo un Estado de Bienestar en sus variadas y complejas funciones, forjado durante décadas, en aras de una pretensión legítima de justicia social expedita que, por tanto, puede estar frágilmente cimentada y tornarse en ilusión y decepción, perdiendo por un lado más de lo que ganaría por el otro y al paso del tiempo, probablemente, con menoscabo en ambos, puesto que, si la economía nacional no mejora y, por el contrario, las transferencias se tornan en un factor debilitante de la acción gubernamental, la desigualdad y carencias persistirán, o inclusive aumentarán, en un Estado empobrecido.

Cultura de dependencia. Ahora bien, independientemente de que las transferencias para consumo constituyan un apoyo valioso, especialmente para deciles de menor ingreso, es indudable que por su diseño, no ligado a actividades productivas, sino considerado como un mecanismo amplio de justicia social, como un derecho, a través del tiempo generan una cultura de dependencia en sus beneficiarios, hacia tales apoyos y hacia el sistema político que los provee.

Por ejemplo, de acuerdo con la ENIF 2024, la población que espera recibir apoyos del gobierno en la vejez aumentó en ese año 11 puntos porcentuales respecto de 2021. En 2021 71.4% esperaba cubrir esos gastos con trabajo y 57.2% con apoyos gubernamentales. En 2024 cambió a 67% y 68.2%, respectivamente.

La informalidad como modelo de subdesarrollo. Otro aspecto, también negativo, de esta cultura de dependencia es que las transferencias para el consumo fortalecen y ahondan un modelo ineficiente en lo económico y, de esa manera, de estancamiento social.

En efecto, de conformidad con algunos análisis (v. gr. Levy, 2007; Gil Antón, 2024), las transferencias para el consumo generarían incentivos perversos para no buscar salida del empleo informal, ni por los individuos en tal condición precaria, ni por los gobiernos, toda vez que el insuficiente ingreso por actividad económica es complementado con transferencias, lo que inhibe el impulso personal para superar su condición, en tanto otorga al gobierno un “respiro” en cuanto a la presión social que la marginación asociada provocaría.

Prueba de lo anterior es que la ENOE del INEGI reporta que en mayo pasado la tasa de informalidad, porcentaje respecto de la población ocupada, se ubicó en 54.9%, la más alta en 18 meses.

Consecuentemente, el gasto público dirigido a quienes se encuentran en la informalidad canaliza recursos escasos a quienes desarrollan actividades de baja productividad, apuntalando una parte de la economía que contribuye en menor medida al desarrollo nacional en comparación con el sector formal.

Ambivalencia democrática. Si, de una parte, las transferencias para el consumo promoverían una mayor democracia social, no obstante la comentada inseguridad financiera que entrañan en el gasto público; de otra parte, suponen un alto grado de discrecionalidad para el Estado.

En este último sentido no se corresponden plenamente con una visión democrática, en cuanto al empoderamiento de la ciudadanía, ya que, aún si se les cataloga como “derechos”, su contenido es impreciso en cuanto a los montos que efectivamente se otorgarán, ya que dependen inevitablemente de la disponibilidad de recursos con que cuente el Gobierno.

Dicho de otra forma y en perspectiva comparada. En relación con diversas prestaciones de seguridad social, como las pensiones provistas por instituciones, al estar vinculadas directamente con salario, es siempre claro a cuánto ascienden. Esto no es así en tratándose de las pensiones para adultos mayores, ni de otras transferencias para consumo.

¿O acaso puede discutirse el monto que deberán tener las distintas transferencias? ¿Hay consulta o poder de decisión, siquiera de negociación, de quienes serán beneficiados? Como se ha señalado, desde su origen en el siglo pasado, han constituido una liberalidad, cuya cuantía ha resultado de una intención y decisión políticas. Esta falta de inclusión y participación por la ciudadanía abona la incertidumbre sobre su evolución y sostenibilidad en el largo plazo.

De aquí que no sean de extrañar las movilizaciones y reclamos de organizaciones como la CNTE, para contar con la seguridad de pensiones de superior importe, determinado conforme a reglas establecidas en ley para el régimen solidario, en vez de las de inferior cuantía, derivadas de cuentas individuales (Afores), que el gobierno ofrece mejorar con transferencias para consumo a título de pensiones complementarias de carácter general, como parte de sus programas sociales, y cuyo monto no sería posible determinar ni siquiera para el corto plazo.

Evidentemente, por más que su demanda presione las finanzas del Estado, es comprensible que la CNTE estime brinda mayor certeza a sus afiliados.

Falsa dicotomía de izquierdas y derechas. El nuevo Estado Satisfactor se caracteriza, entonces, por amplias y crecientes transferencias orientadas no únicamente a generar capacidades individuales o a atenuar la marginación, sino a favorecer una capacidad de consumo creciente. A crear y sostener la expectativa de que esto es posible. El núcleo de las ofertas políticas de cualquier signo gravita en torno de ello.

Tocante a tal fenómeno, no hay realmente en el orbe una divergencia marcada entre partidos políticos de izquierda, derecha o de cualquier credo. Todos apoyan la existencia de una política pública general de transferencias, en distintas medidas, como el fundamento de la relación política con la nueva ciudadanía en el siglo XXI. Esto hace posible preservar como incuestionado un sistema económico-político-social basado en el capitalismo, en una desigualdad social estructural, instituida como “natural”, y en el control de aquél por élites políticas y económicas.

Las diferencias entre partidos son, de esta manera, no de orden sino de grado. Y aunque ocasionalmente desde partidos de derecha se traman estratagemas para obtener ventajas impositivas para las clases acomodadas, es decir, mayor ingreso para mayor consumo, el punto focal de discrepancia suele ser el nivel de compromiso con una política fiscal mínimamente responsable, en la que el costo del sistema de transferencias y de todo el aparato público no sea a costa de déficits permanentes y ascendentes. Esto nos lleva al tema de la sustentabilidad.

Sustentabilidad fiscal. Los estados contemporáneos tienen, en todo el mundo, un registro histórico de endeudamiento y déficits consuetudinario y progresivo, fenómeno que se ha visto como normal, inocuo e, incluso, positivo siempre y cuando se mantenga dentro de ciertos límites.

Esos límites tienen que ver con factores varios, como el grado de desarrollo de las economías nacionales, su tamaño y el nivel de su recaudación impositiva, que les permita cumplir con sus ofertas de bienestar y de satisfacción al consumo, así como con obligaciones de pago por deuda contraída.

El Estado Satisfactor, guiado por el votante consumidano, resiente presión fiscal para mantener los sistemas de seguridad social y demás transferencias a la población, no se diga para incrementarlos. Es observable, por ejemplo, en los Estados Unidos de América en torno al debate y decisiones recientes tocantes al gasto en seguros públicos de salud (Medicare Medicaid); o en México, de otro modo, en el intento, al cabo parcialmente frustrado, de reducir el déficit fiscal en este 2025, así como, de forma ostensible, en la protesta magisterial que, entre sus varias demandas, tiene la de un sistema de pensiones más generoso.

A lo anterior se suma que, en un plazo largo pero no remoto, la mayoría de las naciones enfrentarán retos adicionales, por el envejecimiento de la población, que hará que la proporción de los demandantes de pensiones crezca respecto de las personas ocupadas. O la disminución de oferta de empleo por la adopción de tecnologías, como la Inteligencia Artificial.

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