Del Ángel al Viva México. El lugar de los símbolos en la historia
“Morir es nada cuando por la patria se muere”. José María Morelos y Pavón
Igual que lo trascendente en la vida, las grandes fechas merecen reflexiones profundas.
De ahí este espacio dedicado a ahondar en la Independencia de 1810 y sus alcances en un México desbordado por la violencia, la inseguridad y la impunidad.
Como muchos historiadores y defensores de la memoria, lo que más admiro de la Independencia es que, a pesar de sus más de 215 años de edad y de sobrevivir a tres gobiernos opuestos entre sí, la conmemoración del levantamiento armado y el mítico ritual del grito se mantengan como el hito más determinante de la nación. También que el culto a Hidalgo, Morelos, Allende y Aldama, sólo haya sido “remasterizado” con a las menciones a Leona Vicario y Josefa Ortiz, producto de la equidad de género propio de la última década.
En una época donde lo más normal es el cambio, la vigencia de este llamado patriótico obliga a cuestionarnos: ¿Cómo se “eternizan” los valores de una nación para no perderse? ¿De qué manera se establecen e institucionalizan los símbolos cívicos que “hermanan” a los ciudadanos? ¿Cuál es la fórmula para mezclar lo viejo con lo nuevo y hacer que los discursos sigan funcionando?
Concentrarme en estas cuestiones me lleva a un paradero obvio. No hay más que leer historia y revisar la prensa para identificar que una buena parte del arraigo que hoy profesamos los mexicanos por la Independencia, obedece a que Porfirio Díaz decidiera celebrar su centenario y comisionara el ciclo escultórico y una gran columna al arquitecto y entonces director de la Academia de San Carlos, Antonio Rivas Mercado.
En buena medida, Don Porfirio hacía esto en un intento desesperado de colgarse en el centenario y sus festejos para perpetuarse en un poder que ya tenía perdido. Para Díaz la figura alada era medio, no un fin. Lo que jamás imaginó era que la fuerza del conjunto artístico minimizara la suya y sobreviviera al régimen que él creía eterno.
Convertido en “el símbolo” de México, el Ángel es la Independencia que nos ha unido por décadas, igual para el festejo y los actos cívicos, que para erigirse como el receptáculo oficial de la denuncia y el drama de la nación.
Mágico, legendario y amado, a casi 115 años de su inauguración, el Ángel se vuelve cada vez más representativo: con tan sólo verlo, podemos visualizar a Miguel Hidalgo llamando al levantamiento y a Morelos preparándose para encarnar al más grande estratega y concretar la libertad.
Lo curioso es que ningún otro presidente haya replicado la capacidad de Díaz en el establecimiento de un símbolo tan exitoso. Los únicos comparables podrían ser los discursos de los primeros gobiernos de la Revolución y el lanzamiento del Muralismo y la Escuela Mexicana de Pintura o el emblemático Palacio Legislativo de López y Portillo, supuesto símbolo de la democracia en México, pero también del presidencialismo y del PRI.
Hablando de fechas e insignias, no puedo dejar de mencionar la oscuridad de la desafortunada “Estela de Luz” de Felipe Calderón y su aún más desolador Memorial a las víctimas de la violencia en México.
Bien pensado en términos de la realidad que empezaba a vivirse durante su sexenio, dudo que Calderón haya imaginado la insuficiencia y lo paradójico del símbolo que construyó para denunciar una violencia que acabaría por salírsele de las manos.
Inaugurado por Pena Nieto en 2013, el Memorial dice mucho de la forma en que han cambiado nuestros valores. De la celebración a la aceptación de lo aberrante. La desaparición como un evento cotidiano y el dolor de las familias de los desaparecidos, una constante que llega para recordarnos que las cosas no pueden, ni deben seguir así.
Celebremos la Independencia con el compromiso de velar por los valores que la inspiraron y que en nada coinciden con lo que vivimos hoy.
Urgen nuevos y más alentadores símbolos. En muchos casos las acciones llegan con ellos.