Cuando el uniforme habla por la marca

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Los uniformes en Sanborns no han cambiado desde 1930, cuando fueron diseñados por el estadounidense Frederick Davis. Forman parte del ADN visual de la marca. La empresa, propiedad de Carlos Slim, los proporciona a su personal; las empleadas solo deben ajustarlos a su talla y almidonarlos para mantenerlos impecables. “Me gusta usarlo, además me ayuda. Por ejemplo, la fajilla evita que nos lastimemos la espalda al cargar la losa, que es muy pesada”, añade Guadalupe. En los pasillos de la tienda, los auxiliares de piso visten trajes rojos intensos, del mismo tono que las letras que enmarcan la entrada del local. “Así es más fácil que los clientes nos identifiquen si necesitan ayuda”, dice uno de los empleados. No hay ambigüedad: el uniforme cumple funciones prácticas, logísticas y simbólicas. Este enfoque no es exclusivo de Sanborns. En los restaurantes Hooters, el uniforme también es una extensión del concepto comercial. Las hostess y meseras visten atuendos inspirados en las porristas de fútbol americano. “A veces es molesto porque hay personas que no respetan. Aunque hay protocolos para manejar esas situaciones, desde que entras sabes cómo vas a vestir, no es una sorpresa”, señala una trabajadora de la sucursal en el centro comercial Parque Vía Vallejo. Para muchas empresas mexicanas, el uniforme es más que una prenda: es una extensión visual del modelo de negocio. “Además de darle una imagen única al negocio, los uniformes permiten seguir los lineamientos de la marca, respetando sus colores corporativos y fortaleciendo su identidad”, explica Grupo Anjo, firma especializada en ropa de trabajo personalizada. El contraste es notable con lo sucedido en Estados Unidos. Allí, Starbucks impuso un nuevo código: camisa negra lisa, sin logotipos ni estampados, acompañada de pantalones en tonos caqui, negros o de mezclilla azul. Aunque parecía un ajuste menor, fue interpretado por muchos baristas como una medida restrictiva sobre su expresión personal. La reacción fue inmediata y contundente. En México, donde Starbucks es operado por Alsea, el enfoque es distinto. Al ingresar, los empleados reciben un par de playeras negras y el icónico mandil verde. La empresa renueva estas prendas con frecuencia para garantizar una presentación adecuada. “Es práctico. Tenemos que usar pantalón negro, caqui o jeans, y ya al salir solo te cambias de playera. Me facilita mucho, porque si me toca limpiar y me mancho, no echo a perder mi ropa. O si me cae caramelo, el mandil lo resiste”, comenta Elena, barista en una tienda de Tláhuac. Aunque oficialmente el uniforme es solo el mandil, existe un código de vestimenta. “No podemos tener el cabello de colores extravagantes ni tatuajes visibles en la cara o el cuello, pero en general la empresa respeta nuestra identidad. Ni siquiera nos hacen preguntas personales en la entrevista de trabajo”, añade Elena. Para ella, las tensiones que surgieron en Estados Unidos no son comprensibles desde su experiencia. “Nosotros ya trabajamos con código de vestimenta”, dice sin conflicto aparente. La percepción del uniforme como un símbolo más que una imposición también se encuentra en otros sectores. Nancy, empleada de una tienda Coppel, reconoce su utilidad, pero también señala algunas incomodidades. “Por un lado, está bien porque no tienes que pensar qué ponerte, pero me gustaría que no lo usáramos los fines de semana. Si salimos de fiesta, tenemos que cambiarnos. Con las redes sociales, nunca sabes si alguien te graba y te vincula con la empresa”. La normalización del uniforme en el entorno laboral mexicano responde, en parte, a una tradición jerárquica que valora la cohesión visual como sinónimo de orden y profesionalismo. Así lo sostiene Nach Capital Humano, firma especializada en gestión de personal. “La cohesión visual entre los miembros del equipo genera una sensación de unidad. Cuando se respetan estas pautas, la empresa proyecta una imagen de confiabilidad y compromiso”.
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