Conspiranoicos de ultraderecha y conspiranoicos de ultraizquierda

Son ya muchos los estudios que han analizado la relación entre la orientación política y la propensión a creer en teorías de la conspiración y las noticias falsas. Las personas que simpatizan con la ultraderecha son las que mayormente caen en estas teorías y las ventilan en las redes sociales. Esto es fácil de constatar en plataformas como Breitbart News, en redes como 4Chan o podcasts como el de Joe Rogan, donde pululan todo tipo de bulos. Pero también quienes tienen preferencias por movimientos de ultraizquierda se dejan seducir por la desinformación y cuestionan la credibilidad de los expertos.

Es en los extremos, entre los radicalismos, donde más crecen y se retroalimentan las teorías de la conspiración. Hay mucho menos incidencia entre quienes se sitúan en el centro del espectro político, digamos, por ejemplo, en la centroderecha o en la socialdemocracia, las posturas más racionales y abiertas al debate, que no se manejan por la estrategia de demonizar a los adversarios.

Uno de los estudios más completos fue “Conspiracy mentality and political orientation across 26 countries”, publicado en Nature Human Behaviour, con datos de más de 100 mil personas y que, como su nombre indica, provenían de 26 naciones. Fue realizado por Roland Imhoff, de la universidad alemana Johannes Gutenberg; Felix Zimmer; Oliver Klein y otros 37 autores. Los autores buscaban indagar qué es lo que lleva a las personas a creer que hay un “complot orquestado”, y si tiene una relación directa con las ideologías radicales.

La conclusión fue la siguiente: “la tendencia a creer en conspiraciones tiene una correlación directa con la identificación de los sujetos en los extremos del espectro político”. “Los encuestados situados en los extremos tendían a creer más que el mundo está gobernado por fuerzas secretas que operan en la oscuridad y tienden a votar a partidos nacionalistas y autoritarios”.

De manera similar, un estudio publicado en Nueva Sociedad, titulado “Posverdad, fake news y extrema derecha contra la democracia”, apunta que el fenómeno empezó hace décadas con los grupos de interés que negaban que el cigarro producía cáncer, lo que se repitió poco después con los lobistas que se rehusaban a aceptar que los combustibles fósiles contribuyen al cambio climático, “para sembrar la duda y aprovecharse de la confusión pública”.

El elemento anticientífico está muchas veces presente entre quienes difunden y repostean mentiras conspirativas, así como el antiintelectualismo, fenómeno que brillantemente atestiguó en su tiempo Isaac Asimov (en su ensajo “El culto a la ignorancia”), prediciendo su expansión universal: el odio a todo lo académico y lo que tenga rigor conceptual, como se pudo ver con la negación de la pandemia, con la necesidad de usar cubrebocas o con la eficacia de las vacunas.

Como hemos visto en las entregas anteriores, las campañas de desinformación provienen de granjas de bots de gobiernos autoritarios, lo mismo desde la ultraderecha que desde la ultraizquierda, como se puede evidenciar en el hecho de que, quienes justifican la invasión rusa a Ucrania, aduciendo un (inexistente) peligro existencial de Rusia ante una Ucrania independiente, y un armamentismo que fue provocado por el país invasor, no por el invadido, son lo mismo Viktor Orban que Lula Da Silva; lo mismo el ultraderechista Santiago Abascal que el ultrarradical de izquierda Pablo Iglesias. Este tipo de mentiras siempre parecen provenir de los extremos, no de políticos de centroderecha como Friedrich Merz, ni de progresistas no radicales como Pedro Sánchez, Olaf Scholz o Keir Starmer.

Los mandamientos de la desinformación

En un documental que se hizo célebre publicado hace algunos años por Ellick, Westbrook y Kessel, para el New York Times, los autores entrevistan a expertos y exespías para develar lo que llamaron Los 7 mandamientos de la desinformación proveniente específicamente de los servicios rusos de inteligencia. “Es casi un libro de texto que han utilizado desde hace mucho tiempo”, dice uno de los académicos, un libro de texto que se puede rastrear hasta el bulo de que el virus del SIDA era un arma biológica creada por el gobierno estadounidense en los años 90, y que ha llegado a niveles muy elevados de sofisticación, desde la Gran Mentira (el bulo de que Donald Trump ganó la presidencia en 2020), pasando por el pizzagate y las acusaciones de que los huracanes fueron creados por los demócratas o, más recientemente, que Ucrania provocó o incluso inició la guerra.

Las supuestas reglas son: encontrar grietas en la sociedad objetivo (“en el enemigo”), o sea, divisiones sociales que se puedan explotar, “para hacer que la gente pierda la confianza en los demás”. Crear una mentira enorme y descarada, algo tan escandaloso que nadie podría creer que es inventado, envolverla con una pizca de verdad, hacer creer que las historias inventadas provienen de otros orígenes y, una de las más señaladas: encontrar a un tonto útil. Uno o decenas de miles. “Los tontos útiles son personas que, sin darse cuenta, tomarán el mensaje del Kremlin y lo difundirán entre el público objetivo”.

La penúltima regla es idéntica al consejo que Roy Cohn le dio en una etapa muy temprana a Donald Trump para que se lo aprendiera a la perfección: “niega, niega, niega; incluso si la verdad es obvia”. La última: apuesta a largo plazo. “La acumulación de estas operaciones durante un largo período tendrá un gran impacto político”.

Claire Wardle, una autoridad en verificación de internet en Harvard, y quien ha rastreando mentiras en línea desde 2008, disecciona específicamente a Russia Today (RT) y sus tácticas: “el 80% de su cobertura es muy buena. Y como el 80% del tiempo hacen periodismo de calidad, cuando el 20% difunden bulos, la gente puede pensar que se trata de periodistas y que saben lo que hacen”.

Shitposting

La desinformación no sólo se genera en Rusia, sino que la alimentan granjas de bots o actores provenientes de los extremos del espectro político, algunos simplemente nihilistas antisistema. Entre los elementos que contienen sus publicaciones están los memes, el humor zafio y el “shitposting”. A ello se ha referido Beatriz García en su texto “Nazis ‘pop’ y ‘fascimodernos’: la joven derecha trol que ha convertido internet en El club de la pelea”, publicado en The Objective. La estrategia es “llenar las redes de basura y de contenido de baja calidad para desviar las discusiones y conseguir que lo publicado en un sitio sea inútil o, como mínimo, que pierda valor”. El shitposting, de hecho, “tiene también la función de insensibilizar a los oyentes conforme pasa el tiempo: si cada vez que entramos en una conversación en las redes encontramos un sinfín de comentarios en que los insultos se mezclan con las sandeces, es muy difícil que nos interesemos por el post que ha desencadenado esa discusión… y es muy probable que al cabo de un tiempo nos acostumbremos a ello”. Es el fenómeno de la normalización de lo que debería seguir siendo inaceptable.

El objetivo de la difusión de bulos por parte de partidos o actores extremistas es minar a las democracias, para que se debiliten desde dentro. Algunos grupos pretenden incluso acceder al poder o ayudar a otros a que lo hagan, pero ya no mediante golpes de estado cruentos y aparatosos, sino por los mismos medios que provee la democracia, como son las elecciones libres. En el caso de Elon Musk, una fuente inagotable de mentiras en la red a través de su red social X (que se ha convertido en la depositaria de todo tipo de desinformación de ultraderecha), apoyó a la candidata del partido filo-nazi Alternativa para Alemania y se ha dedicado a esparcir desinformación para desestabilizar a Keir Starmer en el Reino Unido, inventando cosas tan insensatas como que el gobierno británico es “totalmente estalinista”, un “estado policial tiránico” que se desliza hacia una guerra civil “inevitable”, y que sus funcionarios encubren abusos sexuales cometidos por bandas de secuestradores. Ha insinuado que “Estados Unidos debería liberar al pueblo de Gran Bretaña” de su gobierno y pidió abiertamente que se convocaran nuevas elecciones para derrocar al primer ministro y que se acusara a Starmer de complicidad en la “violación de Gran Bretaña”.

Es una acción concertada o, al menos, confluyente. Para otros del círculo de Donald Trump, el Reino Unido “está siendo destruido”, como lo expresó Kari Lake; o el primer “país verdaderamente islamista” con armas nucleares, como afirmó el vicepresidente JD Vance. Los actores asentados en los extremos del espectro político se sirven de la desinformación para amplificar sus ideas y profundizar en la polarización, algo que les es redituable.

El mundo al revés

La fundación La Caixa publicó un estudio titulado “¿Quién se cree las fake news en España?”, de Nina Wiesehomeier y D.J. Flynn, de la School of Global and Public Affairs, en el que se lee no solamente que “las personas que se informan en las redes sociales tienen más probabilidades de creer en afirmaciones falsas”, sino que “los mensajes correctivos que ponen en duda las creencias y las convicciones personales más arraigadas de la gente, pueden tener efectos contraproducentes y aumentar la creencia en noticias falsas”.

Esto último lo puede constatar quienquiera que se haya enfrascado en una discusión con algún creyente en ese tipo de teorías. Para quien ha vivido esta experiencia, como se ha visto por ejemplo en debates con terraplanistas o con quienes creen que a Donald Trump le robaron las elecciones en 2020, generalmente la actitud del interlocutor creyente es la ironía, la sensación de superioridad moral e intelectual (efecto Dunning-Kruger) y la acusación a la otra persona de estar sesgada al “creer” en los medios tradicionales, “que se dedican a difundir mentiras”.

A este respecto, la neurocientífica Clara Pretus, de la Universitat Autònoma de Barcelona, estudiosa de la desinformación, explica que hay estudios que muestran que cuando alguien nos quiere sacar de un error, “es importante que sea alguien de nuestro mismo grupo”. Cita una investigación estadounidense que muestra que la verificación de comentarios que viene del lado opuesto no solamente no funciona, sino que “hace que la parte contraria se enfade más y esté más de acuerdo con su postura inicial”. Cuando viene del propio grupo es mucho más fiable, mucho más eficaz, “pero es difícil”. “Lo ideal es que haya una norma social que diga que es deseable ser crítico con el propio grupo. Que haya un valor casi moral, que estaría por encima de nuestros intereses partidistas, que es la honestidad”. En efecto: algo difícil.

“La llegada de Trump reforzó la impunidad ante las mentiras”, indica esta experta. Resulta esclarecedor, que el rasgo común entre los líderes autoritarios y los populistas sea la descalificación al periodismo independiente. Trump llamó a la prensa “el enemigo del pueblo”. Otro populista, pero de signo contrario, AMLO, mantuvo un encono constante contra la prensa durante todo su sexenio, llegando a un nivel de obsesión que rayaba en lo hilarante. Llegó a decir en numerosas ocasiones que él tenía “otros datos”, cuando se le citaban las cifras de sus propias secretarías. Y llegó al extremo de acusar a los periodistas de la grave falta de medicamentos. No al gobierno ni a quienes tomaron las decisiones que llevaron al desabasto, sino a los informadores. A la prensa la difamó llamándola “el hampa del periodismo”, y cualquier medio que lo criticara era descalificado como “pasquín inmundo”. El mismo fenómeno que se atestigua tanto en la ultraderecha como en la ultraizquierda. Lo mismo con Orbán que con Putin; con Maduro como con Ortega: los líderes que han aplastado a la prensa libre. Un rasgo que no sucede con gobernantes que se sitúan en la izquierda democrática o en la derecha moderada.

Los responsables siempre son otros

“En particular, la retórica populista enfatiza la división entre ‘la gente’ y ‘las élites’ por medio de un discurso maniqueo que conduce a una comprensión polarizada del mundo, articulada en una visión general del ‘bien contra el mal’ que lo explica todo, escriben los autores Mudde, Rovira Kaltwasser y Hawkins. En ocasiones se empalma el pensamiento anticientífico con esta “retórica conspirativa que se sirve de narrativas que ponen de relieve tramas secretas, como en el rechazo a los alimentos modificados genéticamente”, cuya seguridad e inocuidad está comprobada por infinidad de investigaciones, pero a los que los conspiranoicos atribuyen características dañinas. Estos expertos concluyen que hay una relación entre el pensamiento que lleva a las personas a sentirse atraídas por el populismo, con el de quienes se dejan llevar por esas teorías, ya que “responden de modo parecido ante las noticias falsas”.

Lo más preocupante es que la desinformación puede llevar a las sociedades a justificar la violencia. Pretus ha realizado estudios célebres en los que se escanearon los cerebros de jóvenes yihadistas, y también lo ha hecho con la materia gris de votantes de Vox, encontrando que al plantearse ya sea un atentado terrorista o difundir mentiras, lo que se activa son las áreas del cerebro social. Y da una explicación: “no son las típicas zonas de toma de decisiones, sino las que sirven para inferir qué piensan los demás”. O sea, esparcir mentiras para influir en la gente de su “tribu”, y así obtener la aprobación del grupo. “Realmente hay agentes del mal que están sacando rédito y que están ganando mucho dinero e invirtiendo mucho dinero en generar nerviosismo y desesperación”, expone la neurocientífica.

Esos desinformadores se basan mucho en el victimismo, que es un tipo de mensaje que muy fácilmente se expande en las redes y en los comentarios de café, porque mucha gente está ávida de esa misma victimización. Eso puede provocar una “erosión del tejido de cohesión social y una grave crisis de confianza en las instituciones”. Para que todo esto sea tóxico para una sociedad entera no es necesario que una masa crítica de gente crea en las teorías más absurdas y grotescas (como cuando Miguel Bosé incitó a una marcha en Madrid en contra de las vacunas que supuestamente tenían chips para dominar las mentes de las personas), sino simplemente tener esa actitud cuasi nihilista de desconfiar de todo. Quizá no sea necesario creer que el helicóptero que chocó contra un avión en Washington fue culpa de Joe Biden, porque contrató gente con discapacidad intelectual para controladores aéreos, pero con que muchos sigan creyendo en la narrativa de que hay una “invasión” peligrosa de migrantes que son en su mayoría violadores y criminales, una cantidad suficiente de gente podría votar por un candidato xenófobo y llevarlo al poder.

La investigadora catalana recuerda que cuando se dio el terrible fenómeno de la Dana, en Valencia, la gente repetía lo que veía en las redes y se generalizó el dicho de que “vivimos en un estado fallido”. “Se va incorporando este tipo de información y se va deteriorando más la confianza en las instituciones democráticas que están aquí para, en principio, salvaguardar la convivencia pacífica –asevera–. Si perdemos la noción de realidad compartida y cualquier narrativa es válida, esto propicia la justificación de la violencia, porque es más fácil que proliferen estos relatos de victimización”.

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